(Megaptera novaeangliae)
La ballena jorobada, o yubarta, una de las
especies de misticetos más conocida, vive en grupos. En su repertorio de
comportamientos se hallan los saltos espectaculares y los golpes sobre el agua
con las aletas pectoral y caudal. Sus aletas pectorales llegan a medir cuatro
metros y son las más largas entre todos los cetáceos. Migran cada año desde sus
áreas de reproducción, en las zonas marinas tropicales, a las áreas de
alimentación, en el Ártico o en el Antártico. Son conocidas por sus extraños
cantos de hasta 30 minutos de duración. Se desplazan a una velocidad media de
25 nudos marinos por hora.
Sergio Ramírez Mercado.
a Jaime Incer y
Germán Romero.
La ballena brotó de las aguas con un
gemido y quedó flotando sin ánimo, como a la deriva. Luego escoró hacia
estribor y con extraña quietud traspasó la rompiente después de lanzar al cielo
un chorro muy alto que se deshizo en una brisa irisada, y fue a encallar cerca
de la boca del estero. Eran las diez de la mañana, según la altura del sol que
brillaba con la luz blanca de una barra de plomo al fundirse, y era domingo.
Tendida ahora en la arena, casi de
costado, la piel gris parecía de hule, y el vientre del color del tocino crudo.
La cabeza venía incrustada de parásitos de mar y de crustáceos, como
flores de piedra. Olía mal, con un olor salino de descomposición en ciernes, y
un ramaje de algas que había arrastrado consigo brotaba de la costura de su
boca.
Sus ojos parpadeaban a veces, cuando
también había un estremecimiento de sus enormes aletas pectorales. Parecía un
barco castigado por la tormenta, con los palos del velamen descuajados y
aventados lejos.
Del otro lado del estero la divisó llegar
un muchacho que remendaba una red sentado en la mura de un bote. Cualquiera
hubiera dicho que la red que iba pasando entre sus manos mientras daba las
puntadas con una agujeta era un velo de novia, sino fuera por los plomos
repartidos en sus bordes.
El bote se hallaba varado en la arena
sobre unos troncos que servían de rodelas cuando era empujado hacia el oleaje
para la faena. Doscientas brazas adentro, más allá de la rompiente, se pescaban
pargos de buen peso y muchas veces corbinas si se salía con la aurora. Los
colores en que estaba pintado, tal vez azul, tal vez verde, se habían desvaído
de tanto sol y tanto salitre.
El muchacho, largo de piernas como una
garza, no perdió tiempo y andando a zancadas fue a llamar al padre, y tras el
padre se agruparon en la puerta del rancho forrado de latas y tablas dos
mujeres y una niña. La niña tenía una nube en un ojo, el ojo izquierdo, y por
eso al mirar parecía suplicar.
En una sarta sostenidas por dos varas se
secaban unos cuantos bagres abiertos en canal que también hedían, y tuvieron
que agacharse debajo de la sarta para bajar hacia la costa, armados de machetes
y cuchillos de destripar pescados. Una de las mujeres, a falta de otra cosa,
traía un chuzo de apurar bueyes.
Progresaba el reflujo de la marea y
atravesaron con los pies descalzos la corriente del estero que con un débil
estremecimiento se abría paso en un tajo de la arena hacia la rompiente.
Contemplaron de cerca al animal como si
fuera ya suyo, lo midieron luego con sus pasos, y por fin se sentaron en la
saliente de una roca a esperar bajo la resolana a que la ballena acabara de
morir, nerviosos sin embargo de que alguien más pudiera presentarse a
disputarles la presa.
Tenían razón en su inquietud. Antes del
mediodía la costa se fue llenando de un gentío silencioso que hervía sobre la
arena y sobre los promontorios de las rocas como una procesión de cangrejos.
Llegaban con más machetes, picas y hachas, y con baldes plásticos, bidones,
sacos y canastos.
Algunos iban desnudos de la cintura para
arriba, otros llevaban viejos pantalones cortados en hilachas a la altura de
los muslos. Uno llevaba una chaqueta camuflada, abierta por toda la barriga, y
otro unas botas militares, sin cordones, metidas en los pies desnudos. Había
mujeres que traían gorras y camisetas de propaganda electoral, y toallas debajo
de los sombreros de palma para mejor abrigarse del sol.
Los llegados de primero, el padre del
muchacho y los demás del rancho, incluida la niña de la nube en el ojo,
defendían sus lugares pero ya no contaban para nada. La mujer del chuzo lo
clavó con decepción en la arena.
Sería la una cuando asomó por la costa un
jeep que parecía reverberar en la distancia, y como si en lugar de avanzar se
alejara hasta disolverse en la bruma. Atravesó por fin el estero levantando una
cortina de agua y se estacionó a espaldas del gentío que ahora era más grueso,
quizás el doble.
Venía al volante un delegado del Marena, a
su lado una periodista de televisión, y atrás el camarógrafo que no perdió
tiempo en saltar con la cámara en el hombro para correr hacia la ballena. Hizo
numerosas tomas y luego giró sobre sí mismo, sin quitar el ojo del visor, para
enfocar a la multitud.
La periodista, morena y pequeña de
estatura, con anteojos de miope, se llamaba Lucía. Ajustó el emblema del
canal al micrófono, y acompañada del camarógrafo siguió al delegado del Marena
que se había metido entre la gente. El delegado se llamaba Richard, y era un
pelirrojo de aire enérgico, con marcas de viruela en la cara. Llevaba lentes de
sol, pantalones color caqui, y el teléfono celular a la cintura.
De inmediato empezó a hacer preguntas: si
alguien había visto llegar a la ballena, y en tal caso, qué rumbo traía, y cómo
había encallado. El único que lo sabía era el muchacho, pero su padre el
pescador le hizo señales enérgicas de callarse. Los demás siguieron con la
vista obstinada puesta en la ballena.
Richard alzó los hombros, como si no le
importara, y mejor decidió acercarse a examinar la ballena mientras el
camarógrafo lo filmaba. Fue un examen minucioso. Luego la recorrió a lo largo,
y en una pequeña libreta que sacó del bolsillo de la camisa hizo las
correspondientes anotaciones.
Lucía le pidió que se pusiera de espaldas
a la ballena para entrevistarlo. La gente allí congregada no prestó la
menor atención a la entrevista, y tampoco hubo curiosos que corrieran a
situarse detrás para salir en el cuadro, ni siquiera los niños, que había no
pocos niños entre la multitud.
Los ruidos de la rompiente llegaban
sosegados al micrófono, y así mismo la música de una roconola que se acercaba a
ratos desde las ramadas del balneario a un kilómetro de allí, hacia el sur,
pero que lo mismo desaparecía como si fuera empujada hacia atrás por el viento.
Richard declaró frente a la cámara que
entre los meses de junio y septiembre, estábamos en agosto, las ballenas
pertenecientes a la especie de la aquí presente viajaban unos ocho mil
kilómetros desde el Antártico rumbo a las aguas cálidas del Pacífico con el
objeto de alumbrar o aparearse; pero no solían llegar sino hasta Bahía de
Solano, en Colombia, por lo que resultaba raro que alguna de ellas se
aventurara tan lejos, y sobre todo sin ninguna compañía, pues solían
desplazarse en manadas.
Lucía quiso saber a qué clase de especie
se refería. Richard respondió que se trataba de una ballena yubarta o ballena
jorobada, llamada así porque arquea el lomo antes de sumergirse. Ella preguntó
entonces: ¿se puede saber cuánto mide y cuánto pesa este ejemplar? Mide
unos quince metros de largo, Lucía, y puede ser que su peso sea no menor de
cuarenta toneladas, o sea ochocientos quintales, respondió, pulsando su
calculadora.
Lucía preguntaba ahora a qué atribuía que
la ballena hubiera llegado hasta aquí sola, si acaso tenía eso que ver algo con
el hueco de la capa de ozono que estaba calentando los mares. El delegado
respondió que no podía descartarse. ¿Y con la corriente del Niño? Tampoco podía
descartarse.
Luego ella preguntó: ¿Había encallado por
accidente, o es que se hallaba enferma de algún mal? Era evidente que se
trataba de una ballena moribunda. ¿De qué estará enferma? Habría que hacer los
análisis correspondientes a la hora de practicar la autopsia, por lo tanto
recomiendo a todas las personas presentes abstenerse en todo momento de tocar
la carne de esta ballena, dijo, alzando intencionalmente la voz.
Los presentes no se inmutaron. Seguían
vigilando, seguían en silencio, y su número seguía creciendo. Habría ya
un millar. En ese momento, como inquietada por un mal sueño, la ballena sacudió
la cola hendida, abierta en dos alas. Es la aleta caudal, que en esta especie
alcanza grandes proporciones, declaró el delegado.
Venían llegando más camarógrafos,
periodistas de radio, fotógrafos. Llegaban también curiosos, en motocicletas y
más jeeps, y aún en carros que se atrevieron a bajar a la costa y atravesar la
corriente del estero, a riesgo de quedar atollados en la arena. Muchos se
acercaban desde las casas de descanso, en motos de playa, y a pie desde los
restaurantes, cantinas y ramadas del balneario.
Los que esperaban no se mostraron para
nada conformes con aquella invasión, y menos aún cuando se presentó a bordo de
un camión de barandas un contingente de policías que saltaron de la plataforma
armados de fusiles Aka y pecheras llenas de municiones. Venían al mando de un
inspector que viajaba en la cabina. Los policías se referían a él como el
inspector Quijano al solicitarle órdenes, y sus órdenes fueron las de aislar a
la ballena por medio de una cinta amarilla, de las que se utilizan en el lugar
de un crimen.
Los policías, en actitud diligente, se
dispusieron a cumplir las instrucciones, pero entonces comenzó un forcejeo
porque nadie quería retroceder. La mujer del chuzo lo blandió como una lanza
para amenazar a unos de los policías, otras gritaron insultos, y el inspector
Quijano les ordenó entonces retroceder porque las cámaras estaban filmando el
incidente.
La ballena movió en ese momento las aletas
pectorales, estrechándolas contra el cuerpo como si tuviera frío y quisiera
cubrirse con ellas. Luego tuvo un vomito. Fue una copiosa bocanada de peces
enteros, arenques, caballas y sardinas.
El gentío corrió a arrebatarse los peces
sin hacer caso a las voces del delegado advirtiendo que era comida tóxica
porque estaban muertos, y la trifulca se deshizo hasta que no quedó uno solo
sobre la arena. El inspector Quijano se acercó a presenciar la escena a paso
lento y movió con desconsuelo la cabeza, pero nada más.
Entre las personas venidas del balneario
vecino, donde acababan de almorzar, se hallaban dos amigos de toda la vida, el
doctor Incer, biólogo, geógrafo y astrónomo, y el doctor Romero, historiador y
antropólogo. No parecían veraneantes ni nada por el estilo, y más bien daban la
impresión de hallarse extraviados.
Lucía descubrió al doctor Incer, que
observaba la ballena un tanto de lejos, valiéndose de sus habituales
binoculares, y se acercó con su camarógrafo para entrevistarlo. Tras ella
vinieron todos los demás periodistas y camarógrafos, y ya había cierta tensión
provocada por la competencia, porque se empujaban entre ellos.
El doctor Incer empezó manifestando ante
las cámaras su emoción al observar por primera vez un fenómeno de esta
naturaleza, un cetáceo anclado en nuestras costas de aguas cálidas. Hablaba
como el buen conferencista que era. Entre otras cosas informó que la ballena
yubarta, o jorobada, debía su nombre científico de Megaptera novaeangliae,
al sabio Fabricius, quien se lo había dado en 1780.
¿Qué quiere decir eso en español, doctor?,
se oyó preguntar a Lucía. Significaba "Gran Aleta de Nueva
Inglaterra", por las formidables aletas pectorales de esta especie,
avistada por primera vez, en las cercanías de Nantucken, Nueva Inglaterra.
-Que es el puerto de donde salió el
capitán Ahab para dar caza a Moby Dick, la ballena blanca -dijo el doctor
Romero; pero ninguna de las cámaras, ni tampoco ninguno de los micrófonos se
volvió hacia él.
El doctor Incer, por tanto, siguió
declarando. Declaró que la especie yubarta es muy vocal y puede crear una
amplia variedad de sonidos, hilados para formar frases repetidas en serie. Es
lo que puede llamarse en términos técnicos una canción. Esas canciones pueden
durar de cinco a treinta y cinco minutos y llegan a veces a repetirse sin interrupción
por varias horas.
¿Se fijó que esta ballena vomitó una gran
cantidad de pescados muertos?, preguntó Lucía. Es porque se alimentan a lo
largo de su ruta de una amplia variedad de especies, y para eso tienen en
la boca una especie de peine de pelos rígidos con el que filtran el agua de mar
al tragar sus presas, respondió el doctor Incer.
Según el delegado del Marena pesa
ochocientos quintales, dijo Lucía, y porque la empujaban desde atrás, parecía a
punto de meter el micrófono en la boca del entrevistado. Puede ser, respondió
el doctor Incer, aún hay ejemplares de peso mayor. ¿Rinde una buena cantidad de
carne entonces? Los cetáceos tienen carne abundante y de buen sabor, aunque
bastante grasosa.
¿Cuánto tiempo tardará en morir?, preguntó
desde atrás otro de los periodistas. No se puede saber, pero pueden ser días,
talvez semanas, respondió el doctor Incer. De esta ballena puede comer toda una
población de gente, como esa que está ahora rodeándola, afirmó el mismo
periodista. Sería una crueldad matarla, y más bien las autoridades deben
protegerla mientras puede ser remolcada por un barco especializado hasta la
estación de biología marina más cercana, dijo el doctor Incer.
¿Y dónde hay una estación de esas?,
preguntó Lucía. En San Diego, California, yo la he visitado. Será tarea
imposible, doctor, lo que es esta gente ya se la habrá comido antes de que
logren rémol Gabriela, dijo otro más. El doctor Incer calló, y frunció el
entrecejo. Es cierto que en ese momento lo ofendía el fulgor del sol de las
tres de la tarde, pero tenía un tic nervioso, que era precisamente el de
fruncir el entrecejo.
Aemás, según el delegado la ballena está
enferma, dijo Lucía. Mayor razón para dejarla en paz, dijo el doctor Romero,
pero tampoco ahora, ni ella ni ninguno de los otros periodistas le hizo caso.
¿Para qué sirve además un animal tan grande como éste si no es para dar carne?,
preguntó otro de los periodistas que ahora se había adelantado y lograba
apartar a Lucía.
Para los más diversos usos, se apresuró en
responder el doctor Incer: su grasa para fabricar candelas y también para freír
alimentos, sus huesos y cartílagos para corsés, hilo de sutura, látigos de
cochero, varillas de paraguas y cuerdas de piano, su piel para parches de
tambor, y el ámbar gris, que se encuentra en sus vísceras, como base de
perfumes y cosméticos femeninos.
El ámbar gris ha servido siempre, desde la
más remota antigüedad, como un potente afrodisíaco, dijo el doctor Romero.
Seguía sin poder cautivar a la audiencia, pero siendo como era un hombre irónico,
se reía para sí mismo.
Ahora muchos de esos materiales son
sintéticos, dijo otro. En efecto, algunas invenciones modernas han sustituido
esos productos, respondió el doctor Incer, como es el caso de las candelas, que
ya no se fabrican de cebo animal sino de parafina, aunque otros continúan
necesitándose, y por eso los barcos balleneros siguen persiguiéndolas como
antaño por todos los mares de la tierra, y peor hoy día, porque cuentan con la
ayuda de los satélites.
-Imagínense si en tiempos del capitán Ahab
el Pequod hubiera estado equipado con rastreadores electrónicos dijo
el doctor Romero; las ballenas no quedarían ni en el recuerdo.
El doctor Incer era objeto de entrevistas
cada vez que se producía un huracán, una erupción o algún fenómeno famoso, como
había ocurrido con la aparición del cometa Halley en 1986; en el caso de las
lluvias de estrellas fugaces, como había sido con los meteoros Oriónidas dos
años atrás; o cuando el planeta Marte se acercaba a la tierra, como había sido
el caso aquel mismo mes. En cambio, el doctor Romero, titulado en la
Sorbona y merecedor de las Palmas Académicas de Francia, había escrito los
más importantes libros sobre la historia de Nicaragua en el siglo XVIII, pero
ninguno de los periodistas conocía esas obras.
Así que mientras seguían lloviendo las
preguntas sobre la cabeza del doctor Incer, el doctor Romero abandonó su empeño
de hacerse oír, y se dedicó con mayor provecho a observar lo que seguía
ocurriendo en la playa.
Por esa razón fue él quien presenció el
momento cuando uno primero, y otros después, dos hombres subieron al lomo de la
ballena desde el lado de la cola, y luego, como si fueran equilibristas, los
brazos abiertos en cruz, avanzaron sobre la piel resbalosa hasta alcanzar la
cabeza. El primero llevaba una barra de excavar pozos que usaba a manera de
pértiga. El otro un balde de plástico rojo en una mano, y en la otra una pica
de pedrero.
El doctor Romero se los señaló a los
periodistas que al fin lo atendieron, y entonces corrieron en desorden hacia la
playa, los camarógrafos adelante. El inspector, con la pistola de reglamento en
alto, ordenaba a los dos que se habían subido al lomo de la ballena que bajaran
inmediatamente. El delegado del Marena venía corriendo al encuentro de los
periodistas, como en demanda de auxilio.
En lugar de obedecer, el hombre de la
barra la alzó con fuerza para descargarla sobre la cabeza de la ballena, que al
golpe se cobijó aún más estrechamente con las aletas pectorales. Y cantó. No
había nada de armónico en aquel canto, era una especie de mugido, largo y
profundo.
-Las ballenas siempre viajan en cortejo, y
seguramente estará llamando a alguien de su especie -dijo el doctor Incer.
-Es una hembra -dijo el
delegado, que había llegado junto a ellos-, y puede ser que esté preñada.
-Entonces está llamando a su macho -dijo
el doctor Incer.
Había ahora más personas subidas al lomo
de la ballena. Las mujeres se apretujaban a su alrededor, con los baldes
en alto, para recibir los primeros tasajos de carne. El inspector terminó por
enfundar su pistola.
Los policías avanzaban y retrocedían,
confundidos en la marea humana, y sólo se veían sus gorras y el cañón de sus
fusiles. Algunos lo que hacían era escapar del tumulto. Se veía, además, el
chuzo de aquella mujer, la primera en llegar, enarbolado por encima de las
cabezas con un trozo de carne ensartado en la punta.
La multitud trabajaba a golpes y
desgarrones el lomo de la ballena, los costados, las aletas pectorales, la
parte visible del vientre. Pronto le habían cercenado la cola hendida, y sólo
quedaba en su lugar un muñón sangrante.
Al rato, los dos científicos y el delegado
vieron pasar al pescador que ayudado por el muchacho flaco como una garza, su
hijo, llevaba cargando un buen trozo de una de las aletas pectorales. Delante
de ellos iba la niña de la nube en el ojo, que aunque sonreía feliz parecía
mirar con angustia.
La mayoría de los curiosos había vuelto a
sus vehículos para irse, y la multitud alrededor de la ballena disminuía,
porque cada quien que llenaba sus baldes y sus sacos iba desapareciendo.
Muchos se alejaban por la costa en parejas, seguidos de sus niños, los hombres
con los sacos de carne al hombro y las mujeres con los baldes y canastos
rebosantes en la cabeza. Iban despacio, conversando amenamente. Los policías
subían al camión, algunos cargando algún tasajo dentro de las gorras, o
amarrado con el fajín.
Contra el sol poniente lo que se veía
ahora era el costillar de la ballena, como las cuadernas de un barco abandonado
a la destrucción y al olvido. Algunos medraban todavía entre los despojos,
recogiendo lo que aún podían, mientras la marea iba lavando la sangre extendida
en un manto sobre la arena.
Ya nadie filmó esas últimas escenas,
porque no quedaba ningún camarógrafo. Lucía se había ido, todos los periodistas
se habían ido. El inspector Quijano se bajó de la cabina del camión y se acercó
pedir un cigarrillo al delegado del Marena, que se lo encendió, defendiendo de
la brisa la llama del chispero.
-Esa carne no es apta para el consumo humano -dijo
el delegado al guardarse el chispero en el bolsillo.
-Todo esto es consecuencia del hambre que
sufre nuestro pueblo -dijo el inspector Quijano, que había sido
guerrillero.
-La ballena es como el país ¾dijo el
doctor Romero con leve sonrisa-. Sólo quedan los despojos.
-Me pregunto cuánto habrá durado viva
mientras las carneaban -dijo el doctor Incer.
En ese momento repicó el celular del
delegado, que se apartó a contestar. Le estaban solicitando informes de lo
sucedido, y él los estaba dando.
(De Catalina y Catalina, 2001)
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