Horacio Peña
A veces pienso que debería distraerme un poco más, abrir la puerta, cerrarla con un gran golpe y lanzarme al aire libre, a los parques y jardines, como lo hacía antes y como aquel otro, derribar los sombreros que van sobre la cabeza de los sorprendidos paseantes y luego besar a la primera muchacha que encuentre, invitarla a un café, un bar, provocarla, obligarla, seducirla a hacer el amor conmigo, irme, irnos bajo la sombra de los árboles para meternos luego en uno de esos hotelitos que conozco o he conocido tan bien.
Pienso que tengo que regresar a ese mundo que abandoné y que ya es tiempo de mi
resurrección, no después de tres días, sino después de un tiempo que tengo
olvidado, que es como la eternidad. Necesito volver a esa resurrección
gloriosa, alegre, con mi cuerpo nuevo, transparente, y decir adiós a los
hombres que se asoman a las ventanas, a las mujeres que cuelgan la ropa, a las
parejas que se acuestan o recuestan sobre las paredes, sobre ellas mismas,
abrazadas, perdidos el uno en el otro, un solo cuerpo, sobre todo en esta
primavera que yo he vivido tantas veces, irme a los parques y ver a los niños
en el sol tirando barcos de papel en los estanques, a los vendedores de mil y
una fantasías con sus globos multicolores, con sus sorpresas de toda clase,
como los mercaderes de feria.
Pero cierta noche llegué a mi cuarto y aquí me quedé, envuelto en mí mismo, rodeado
de recuerdos. De noche.
La
primera vez que me llamaron por teléfono di una excusa para no ver a esa
persona, ahora no recuerdo exactamente qué dije, pero luego tuve que inventar
muchas otras con el objeto de no ver a nadie, de no oír a nadie. Inventaba
excusas. Tenía un inmenso catálogo de ellas, hasta que se cansaron de mis
mentiras, los que estaban más allá de los teléfonos, o los que me enviaban
cartas, notas para salir con ellos, a una cena, un concierto, una exposición de
pinturas o de cualquier otra cosa, se cansaron de mis mentiras, o comprendieron
el juego, no, no era un juego, era una realidad, no quería ver a nadie,
sencillamente deseaba quedarme en mi cuarto viendo mis libros, oyendo música,
la lluvia, o asomándome a la ventana a través de las gruesas, espesas cortinas
oscuras, levantándolas un poco para que no me vieran los que pasaban debajo.
Así era todo de simple, de sencillo.
Cuando
se dieron cuenta de eso, las llamadas se hicieron menos frecuentes, hasta que
ya nunca volví a sobresaltarme, a crisparme los nervios, a hacérseme un nudo en
el estómago, la garganta, corno a uno que van a fusilar o llevan a través de
los corredores y corredores donde lo espera la silla eléctrica. Ese nudo, ese
escalofrío en todo el cuerpo que yo sentía cuando sonaba el teléfono, la voz en
ese hilo, ese alambre negro que parecía no terminar nunca, ese alambre que caía
del teléfono de la mesita antigua, que se enroscaba y daba vueltas, que parecía
correr por todo el cuarto y bajar luego a las calles y perderse por todas las
calles y todas las avenidas, un alambre negro, interminable, que siempre me ha
parecido sólido, duro, lo suficientemente bueno y fuerte para colgar a todos
los hombres.
Hubiera
podido arrancarlo desde el comienzo y así haberme ahorrado toda esa tensión
nerviosa, angustiosa, ese crispar de los puños que me producía ese odioso
repiquetear y ese sudor frío que me invadía, que llenaba todo el cuarto, y no
habría tenido que fingir la voz haciéndome el enfermo, el que estaba
comprometido con otra gente. Pero yo tenía ese teléfono sobre la pequeña mesa
con patas de león, sobre un mantelito blanco, liso, sin ningún adorno ni
encaje. Lo mantenía ahí pensando que alguna vez se me pasaría ese estado de
ánimo, ese sol negro y que entonces iba a desear oír palabras y comenzaría a
marcar números, cualquier número, a hablar con la primera persona que me
saliera más allá del hilo negro y aunque me dijera:
—Número
equivocado—, no me importaría, porque tendría lista una respuesta.
—No
estoy equivocado, disculpe señor, amable señora, no estoy equivocado, mire,
verá, yo he estado encerrado tanto tiempo sin ver a nadie, sin conversar con
nadie, usted verá, yo creía que el mundo llegaba a su fin, de alguna manera, la
muerte por agua o por el fuego, hay mil maneras de que el mundo llegue a su
fin, lo hagamos explotar. Usted no se imagina las mil maneras de cómo podemos
hacerlo explotar.
Y la voz:
—Pero
sí, ya lo hemos hecho explotar.
Entonces
yo volvería a marcar otro número, comenzaría de nuevo mi historia.
—No,
no cuelgue, escuche por favor. Yo me encerré cierta noche en mi cuarto, pensé
que todas las cosas llegaban a su fin y que lo mejor era esperar su venida en
mi cuarto, pensé que ya no se vería más el sol, la luna, las estrellas, pensé
que todo los envenenaba: el aire, el agua. Pero ahora quiero salir.
—Está
loco, querer salir cuando todos queremos entrar. Porque hemos sido sorprendidos
cuando queríamos arreglar nuestros asuntos, estábamos arriba del tejado y
bajamos a la casa, estábamos en el campo y quisimos regresar a tomar el manto.
No salga del cuarto. Pero yo volvería a marcar, darle vueltas a las rueditas
del teléfono, viendo cómo pasarían los números, con mi dedo haciendo contacto con
ellos.
—Número
equivocado.
—No,
no, espere, acabo de salir de una larga noche, comienzo a ver el cielo, a
sentir la vida entrando en mi sangre.
—¿Qué vida, qué sangre? Sólo hay el fuego de la muerte, quédese donde está, no salga
a la calle, todo es una inmensa destrucción.
Pero
corrió el tiempo y no he tenido necesidad de usar el teléfono, ni de marcar
ningún número y la mesita sigue ahí, con sus patas de león, un león ya
envejecido, como yo, y ahí está el hilo, arrancado, porque no hay nada que
esperar.
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