A
pesar de que en las entrevistas de prensa y en los boletines oficiales del
gobierno de S. M. se decía siempre con mucha seguridad que la prosperidad del
país aumentaba cada día; aseveración probada repetidas veces con las cifras de
la producción agrícola, con los altos índices industriales, todo debido a los
métodos técnicos empleados, al interés de los funcionarios de estado y a la
hábil dirección de S. M., el pueblo, inexplicablemente padecía hambre y sufrimiento
y como consecuencia, desnutrición, muerte, enfermedades endémicas. Pero la
producción era alta, no había deuda exterior y según los boletines y reportes
estadísticos “una gran facilidad para conseguir productos de consumo, a bajos
costos”.
El
país tenía grandes fábricas: de cemento, de papel, de zapatos, de botellas, de
cristales, de jabón, de ropa, de azúcar, de alimentos enlatados, de sacos de
henequén, de mecates, de muebles, de telas, de medicinas. Había grandes granjas
especializadas en avicultura, ganadería, sementales, fincas para el cultivo de
toda especie de granos y plantas. Y hasta aquí es tremendamente inexplicable
cómo un pueblo empobrecido podía tener en su territorio tantas excelencias
industriales y agrícolas. Y sobre todo, su geografía maravillosa, con grandes
campos irrigados por ríos y lagos, un clima propicio para sembrar y cosechar y
una voluntad asombrosa de los obreros y campesinos para producir.
S.M.
controlaba la producción y las grandes exportaciones. Exportaba sus productos
en sus barcos, aviones, camiones, ferrocarriles internacionales. Metía sus
semillas y granos en los sacos que compraba en sus propias fábricas, utilizaba
los tractores, despulpadoras segadoras que compraba a sus propias casa de
importación, construía con su cemento, con la piedra de sus canteras; llenaba
con sus mecates sus sacos de exportación y la energía para todo era producida
por su gran planta hidroeléctrica y la gente bebía su agua en los vasos de sus
cristalerías y sus refrescos con el hielo que él producía.
Y
después de exportar y de vender a magníficos precios en los mercados
internacionales, controlándolo todo a través de su Banco, los excedentes de la
producción iban a los graneros y a los depósitos reales, para ser sacados luego
poco a poco a las tiendas, almacenes y pulperías del Rey.
Vendidos
a altos precios cuando subía los salarios y un poquito más barato cuando por
“urgencia nacional" rebajaba los salarios. Especulando, provocaba carestía
de todo, la que él aliviaba benévolamente sacando al mercado un poco de sus
productos, de su harina, de su maíz, de sus frijoles, de su aceite, de sus
telas, de su hilo, de su leche, de su carne, lo que el pueblo compraba a como
él se lo vendía, con los salarios que él pagaba.
Y
es así que se explica cómo un país productor de primera línea, colocado en alto
lugar para los mercados internacionales, tuviera una población tan depauperada.
Allí sólo poseía S. M. y la gran familia real.
Los
Ministros de estado, empleados de palacio, cortesanos, propagandistas,
heraldos, conserjes, porteros reales. Una argolla dura cerraba el paso hacia la
riqueza. S. M. tenía la llave.
Y
la seguridad interior del Reino era cierta e indiscutible. Porque también sus
soldados comían y vestían de la mejor manera. Gran número de soldados ágiles,
fuertes, disciplinados, armados hasta los dientes, entrenados para matar sin
ser muertos. Su ejército era paseado por las calles los días de los cumpleaños
de su S. M. el Rey, de S. M. la Reina, en el de la madre del Rey o el padre de
la Reina, en las fiestas de la patria, en el día de la producción nacional.
Cientos de aviones manchaban el cielo, las avenidas y parques se estremecían
con el paso de los tanques, los cañones, y era impresionante ver a los
batallones marchando en un solo cuerpo y a un solo paso, las bandas musicales,
las banderas, los estandartes con los escudos reales, y al pueblo en las aceras
llenando el aire de vítores.
Porque
no se crea que el pueblo no lanzaba vítores al aire, ni vivaban al Rey. No. El pueblo amaba a su Rey entrañablemente y el gran amor para S. M. venía de allí mismo: de los ciento de aviones y tanques y cañones y
ametralladoras y rifles
y granadas y
bazookas pasando y pasando.
Y
cuando la gente regresaba a su casa iba a comer las hogazas duras de pan en sus
platos de barro. En la lejanía brillaban las luces de los graneros del Rey y
los hombres dormían inquietados por sueños en los que se veían retozando con
sus mujeres, madres e hijos en las toneladas de trigo y maíz, acarreándolo todo
hasta sus casas, en enormes vagones, camiones, llenando sacos y almacenándolos.
Pero eso era sólo en los sueños, porque cada cinco de la mañana una enorme
sirena comenzaba a aullar recordando a los hombres la hora de comenzar a
producir para S. M. y para los índices oficiales de la prosperidad nacional. No
había hombres sin trabajo ni trabajo sin hombres. La industrialización era
total y definitiva. Miles de chimeneas se levantaban por doquiera y el humo
ennegrecía el cielo en los sectores industriales. Y no sólo eso. La prosperidad
había dado también una linda ciudad maravillosamente adornada con estatuas de
S. M. del Rey, de S. M. la Reina, etc. Con parques, jardines, calles
amplísimas, bulevares, avenidas, paseos, teatros, estadios. En todo estaba S.
M. aliviando “las grandes necesidades” porque él lo podía todo.
Las
noches de la gran ciudad capital del reino eran de silencio. Los hombres iban a
dormir muy temprano para estar listos para las grandes faenas del día siguiente.
En las avenidas y calles vacías sólo se oía el paso de los soldados haciendo
cambios de guardia y el ruido de los camiones llevando a los soldados en sus
cambios.
Pero
el Rey mantenía su oído en el pueblo. Él sabía que algo podía pasar de pronto y
no quitaba su oreja del latido del corazón de los hombres que dormían desde
temprano. Y sus guardias hacían estrecha vigilancia. Desde los torreones, en
las esquinas, en la obscuridad, las ametralladoras estaban listas, desafiantes,
vigilando el sueño de S. M. que no podía dormir.
Y
hubo un día en que el pueblo no tuvo qué comer y el pan subió de precio y el
aceite y los vestidos y la carne. Superprodujo el rey y despidió a cientos de
obreros, cerró fábricas. Y primero los hombres se volvieron a sus casa y con
los codos sobre la mesa hundieron sus cabezas, las mujeres sostenían el llanto
de sus niños, las ancianas permanecían en silencio. Bajo la gloria del Rey el
pueblo sufría. Bajo el peso de su augusta corona el hambre ascendía y daba
vuelta en espirales.
El pueblo
tímido, medroso, comenzó a volver por su estómago, sin violencia, sin rencor;
sobre la mesa de trabajo de S. M. comenzaron a llover pequeñas misivas, en sus
teléfonos repicaron luego cortas llamadas, delicadas voces que pedían hablar
con algún empleado de S. M.
Y
el Rey comenzó a oír las cartas que sus secretarios iban leyendo:
“Grandísima
Majestad: Sucede —y S. E. debe perdonarnos— que hoy no hubo pan, pues los
salarios no dieron para ello. Aunque es una cosa tan insignificante, nosotros
le rogaríamos que si S. E. pudiera hacer algo...”
“Dignísimo
Señor: Sentimos tener que molestarle pero no tenemos qué comer porque fuimos
despedidos de la fábrica y como nuestro hijo está enfermo le suplicamos...”
“Señor
Rey Nuestro: Como S. E. todo lo puede ¿no sería posible un poco de pan? Por
algo de lo que V. M. no es culpable no podemos conseguirlo, ¿se podría?”
Pequeños
papelitos arrugados, escritos en tintas violetas con temblorosas letras. Y las
cortas llamadas telefónicas repetían lo mismo. Pero nadie ponía su nombre en
las cartas, nadie lo decía en las llamadas.
Y
S. M. el Rey por uno de esos rasgos de gran bondad y dulzura que tienen todos
los grandes hombres de la historia de la humanidad, cedió a la dulce presión
del pueblo y un día domingo por la mañana los graneros del Rey fueron abiertos
y el pueblo fue invitado a recoger el trigo, el maíz, la avena (abiertos hasta
cierta medida). En las plazas se regalaron espejos, telas, juguetes para los
niños, retratos del Rey, medicinas, peines, jabones. Se volcaron toneles de
vino y cerveza y de los hornos reales salía el pan humeante en asombrosas
cantidades, las orquestas del Rey tocaban en los paseos, en los parques, el
pueblo bailó hasta la madrugada, se embriagó, los hombres llevaron esa noche
manzanas, bistecs y puré de papa a sus amantes, con las que durmieron hasta que
la gran sirena comenzó a sonar al amanecer. Las amas de casa almacenaron un
tanto los alimentos regalados por la infinita bondad del Rey, los hombres
guardaron vino, los niños dulces y caramelos.
Y
al día siguiente la prensa internacional recogía en grandes letras el asombroso
gesto, inusitado en la historia de los tiempos modernos, no hecho por ningún
país. Y en los días sucesivos el Rey podía dormir tranquilo, se rebajó
considerablemente la guardia del palacio, se quitaron soldados de los
torreones, de los callejones. El pueblo dormía feliz y los hombres procreaban
con más libertad en sus lechos, soñando con futuros gestos del Rey pues en su
gran corazón todo era posible.
Y
con mayores cosas soñaban. Su asombro iba de sueño en sueño y así pasaron las
noches y los días de trabajo fueron de esperanza, mientras la producción
nacional ascendía considerablemente y más trigo y más productos de exportación
eran almacenados y los barcos zarpaban de los puertos con más toneladas de
azúcar y de harina.
Pero
el hambre no murió allí con las excelencias y regalos de S. M. El Rey tenía que
regular su competencia internacional, ajustar los salarios y controlar la
superproducción, lo que trajo un paro forzoso desproporcionado, que dejó a
miles sin trabajo. Como un aceitoso vaho volvió el hambre a caer sobre las
plazas, en los techos de las casas, en las almas de los hombres, en el estómago
de los niños. Entonces el Rey volvió a perder su sueño y redobló o cuadruplicó
su guardia. Temía por la seguridad de su Reino y la grandeza de su corona. Los
soldados marchaban por las calles en batallones, con sus bayonetas caladas. A
la media noche los coches células se detenían en las esquinas, espiaban los
agentes secretos por las hendijas de las puertas, los obreros eran registrados
minuciosamente en las fábricas, los aviones volaban sobre los campos a ras de
los árboles. Y el Rey no dormía, temía. Se veía asediado por el pueblo furioso,
quebrando los cristales de las ventanas del palacio, rompiendo las puertas,
incendiando sus fábricas, penetrando en sus graneros, saqueándolo todo. “Todo
tiene su límite —pensaba— la paciencia de estos hombres va a llegar a su fin”.
Y enviaba más soldados a las calles, ordenaba tener listos tanques y aviones
para reprimir la subversión.
Pero
cómo se equivocaba el Rey. En sus casas, los hombres dormían tranquilos. Sus
mujeres, madres y amantes dormían también y ni los sueños les perturbaban.
Pensaban en la inmensa bondad del Rey quien todo lo podía y esperaban que
cualquier domingo los graneros abrirían de nuevo y correría el trigo por las
calles como la dichosa pasada vez y entonces saciarían su hambre, en los
telares de S. M. cubrirían su desnudez.
Y
mientras los soldaos cruzaban por sus puertas golpeando sus pesados rifles
contra el asfalto, ellos soñaban con la bondad del Rey y le amaban
entrañablemente.
Un
domingo será —se decían—
—O
en el día de su cumpleaños —musitaba la esposa sonriendo—.
—Ah,
él tan bondadoso...
Y
al amarle, sentían que amaban también la gloria del país colocado en la primera
línea de la producción internacional.
1962
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