Y porque el país está en profunda crisis de sus
valores espirituales.
Fue
el último editorial contra el gobierno que se publicó en el periódico más
combativo después de una serie de ya débiles intentos que se venían haciendo.
Antes, en este periódico se vertía toda la saña contra los gobernantes y se
criticaban hasta sus más mínimas acciones. Por su página editorial eran pasados
a cuchillo día a día ministros, administradores, empleados menores. Pero en
esta última semana el periódico vino clausurando poco a poco su encono y hoy
aparece ya este último editorial: “profunda crisis de sus valores
espirituales”. Después, absoluto silencio sobre política y cero críticas contra
la administración. A simple vista ésta podría ser la resultante de muchas
causas, entre ellas, que el gobierno hubiera comprado a sus directores, cambios
de opinión, etc. Pero esto fue sintomático de algo mucho más grave —o más
feliz— según como queramos apreciarlo: después las radiodifusoras de oposición
omitían comentar los asuntos públicos en sus programas de noticias, la
televisión clausuró sus entrevistas políticas y más aún, dejaron de publicarse
las revistas especializadas sobre el asunto. La opinión pública no sufrió
ningún trastorno por estos acontecimientos y muy al contrario, se sintió feliz
al desembarazarse de las diarias largas crónicas sobre política y políticos,
ataques Y contraataques, réplicas y agrias discusiones.
Y
todo quedó concluido cuando el periódico oficial que hablaba exclusivamente de
asuntos gubernamentales dejó de circular por falta de lectores.
Aquel
país en fin, abolió la política de sus medios de expresión silenciosa y sin
apuros ni violencia. Fue un fenómeno fácil e inexplicable; la gente no quería leer
política y los editores de diarios y programas de radio y TV los quitaron sin
más, parte por voluntad del público y parte por voluntad propia.
Después,
comenzaron a morir los partidos políticos. Uno a uno iban perdiendo afiliados.
Por supuesto, la cosa comenzó por los partidos de saloncito en donde sus
integrantes no volvieron a concurrir a las tertulias a leer manifiestos y
libros sobre economía. Después, los más poderosos fueron perdiéndose hasta que
sus sedes generales fueron cerradas sin ningún alboroto y sus secretarios
generales se dedicaron a sus oficios y abandonaron sus pretensiones
presidenciales.
Se
terminaron también las pastorales de los obispos, las proclamas de los grupos
populares, se disolvieron los comités de barrios y caseríos y los libreros no
volvieron a importar libros sobre política ni nada parecido. Tranquilamente
todo el mundo se dedicaba a sus trabajos y las relaciones familiares se
hicieron más cordiales, hubo menos querellas judiciales.
A
la gente no le importaba ya el poder. Esto fue lo fundamental. Los generales y
coroneles del ejército pidieron su baja y muchos soldados fueron licenciados.
De inmediato se apreció que quienes dejaban su uniforme habían tenido alguna
vez pretensiones al poder público. Pero a nadie le importaba esto. La cuestión
de quién debería mandar fue relegada al último de los planos y se terminaron
las audiencias presidenciales y la petición de puestos públicos y de prebendas.
Al terminarse los partidos políticos también se acabaron las elecciones. Los
diputados y senadores al comienzo, se reunían esporádicamente pero luego
dejaron de hacerlo, el gobierno no dio más leyes ni decretos.
Después
suprimieron algunos ministerios. Se cerraron otras oficinas, se rebajaron los
sueldos sin que nadie dijera nada. Aquel país entró en un periodo
incomprensible de su historia. La gente se comportaba de esta manera y nadie lo
extrañaba, como si toda su vida hubieran tenido ese régimen de vida, como si
nada anormal estuviera pasando. No fue un largo proceso, una evolución hacia
eso, sino que fue sólo cuestión de meses. Las discusiones públicas se
eliminaron solas, los partidos se suicidaron voluntariamente, los diputados por
su gusto no volvieron a llegar a las sesiones.
La
abulia cayó sobre aquel país como una nube cargada de invierno y fue como un cielo plomizo y tranquilo,
como si el aire se hubiera vuelto tibio y quieto. Una hipnosis terrible, un
olvido total.
Jaime
Pie era el Señor Presidente de la República. Abogado, después agricultor,
industrial, rico poderoso, llegó a ser Presidente cuando la convención de su
partido lo eligió por unanimidad pues compró a más de la mitad de los
convencionales, y tenía un consorcio económico con el anterior Presidente, y
como el partido en el poder era su partido y éste controlaba las elecciones,
llegó por esto a la Presidencia.
Y
Jaime Pie era el único que no estaba conforme con esta situación, absurda y
novedosa.
Había
llegado a la Presidencia hacía apenas siete meses y no había gozado del vértigo
del poder lo suficiente para que de repente la situación viniera a ponerse de
esta manera. Convocaba a una sesión de prensa y los periodistas no llegaban;
emitía un boletín y los periódicos no lo publicaban. Quería hacer una
convención de su partido y los afiliados no concurrían.
Después
renunció su Secretario de Prensa.
Muchas
noches Jaime Pie pasaba en vela pensando qué era lo que en realidad le ocurría
a su pueblo. Creyó primero que quizá era alguna cosa pasajera pero se convenció
de que no, pues ya duraba para largo. También presentía que tal vez el público
se hubiera aburrido de los desmanes del gobierno y hubiera decidido hacer una
huelga general. Pero tampoco, pues de esta corriente estática participaban
también sus funcionarios de gobierno. Cuando alguien concurría a su despacho a
ponerle su renuncia y él le preguntaba por qué, simplemente el funcionario
encogía los hombros y daba la vuelta sin decir ni adiós. Estos pensamientos
sólo pasaban por la cabeza de Jaime Pie porque de allí nadie, ni su misma
esposa se preocupaba de tales cuestiones. Cuando se sentaban a desayunar y él
hablaba del asunto, ella comía en silencio. Cuando cambiaba de plática Y
empezaba a hablar de cine, la señora iniciaba una jovial conversación.
Jaime
Pie estaba por volverse loco. No tenía de qué hablar Porque sus funcionarios
—los que aún quedaban— hacían tranquilamente el crucigrama en sus escritorios o
jugaban a las cartas. Bajaba a las calles sonando el enorme pito de su carro
blindado y la gente lo miraba ida, como si delante pasara un raro personaje de
pesadilla o novela de misterio. Se terciaba la banda presidencial en el pecho y
cruzaba las aceras con su escolta armada de ametralladoras y la gente le daba las espaldas no por
desprecio, sino por indiferencia.
Un
día la escolta lo abandonó en media calle, dejaron sus ametralladoras en una
cuneta y tranquilamente se perdieron en las esquinas. Su policía secreta no
regresó nunca de las búsquedas a las cuales Jaime Pie los enviaba. En un
partido de béisbol, al entrar Jaime Pie y su esposa al estadio los músicos no
tocaron el himno ni el público se puso de pie, pues nadie reparó en la
presencia del Señor Presidente.
Ese
día lloró Jaime Pie su desgracia.
Su
existencia como Presidente de una República sin instituciones, sin partidos,
sin críticas, sin interés, era triste y desolada, como si un pingüino fuera
obligado a vivir en el trópico.
Mientras
tanto la gente se dedicaba a sus quehaceres con empeño, los agricultores
sembraban con alegría, los obreros producían con interés. Ciertas palabras iban
poco a poco quitándose de la conciencia popular, tales como: elecciones,
partido, candidato, congreso, puesto, ministro, sueldo, burocracia.
Otro
día el país amaneció sin ejército y los tanques y aviones de guerra comenzaron
a oxidarse sin remedio.
Pero
¡ay! Jaime Pie sufría lo indecible en su palacio con grandes ventanas de
cristal. Su linda banda de tafetán de vivos colores con el escudo bordado en
oro estaba llena de polvo porque su edecán dormía todo el día y su esposa leía
también todo el día revistas de cine. Se terminaron para él las recepciones,
los mítines, los discursos, los viajes oficiales, la corte de sus ad
lateres, los honores, los himnos, las paradas militares, los saludos, los
vítores. La dulce locura silenciosa de aquel país lo estaba trastornando.
Como
acto democrático Jaime Pie ensayaba por ejemplo, bajar a los parques a hacer
tertulias con sus conciudadanos pero esto le resultaba mal siempre, pues la
gente no apreciaba esto como desprendimiento del Presidente, sino como un acto
anormal de cualquier hijo de vecino: conversar.
Aquello
era una tragedia para Jaime Pie. Un día colérico le dijo a su mujer que mejor iba
a renunciar de su alto cargo y ella le preguntó:
—¿Renunciar
a qué?
La
abulia de la gente mató la política y mató a la figura del Presidente. Jaime
Pie era un tipo popular, buen conversador, amable, de maneras distinguidas.
Pero sólo eso. La gente le decía ya, con irrespeto para su condición de primer
magistrado de la nación “Jaimito Pie”.
El
Presidente Pie era un hombre chiquito y amanerado, de lentes finos con marcos
de oro, amplia frente, cabellos ralos y manos pequeñas y cuidadas. Vestía de,
lino blanco por la mañana, y por la tarde, un traje gris y corbata roja, la
banda presidencial en su pecho no faltaba nunca. Saludaba atentamente con el
sombrero, crema por las mañanas y gris por las tardes.
Grave,
impetuoso, decidido y adolorido, el Señor Presidente Jaime Pie tomó una mañana
al levantarse la decisión de su vida, tras haberla madurado toda la noche:
dejar el poder.
Pero
dejar el poder simplemente, tomando sus valijas y marchándose con su mujer del
Palacio Presidencial, ahora triste, silencioso y olvidado, no hubiera servido
de nada pues hubiera sido tan sólo como cambiar de residencia. Maduró su plan y
se decidió a ponerlo en práctica. A sus resultados sacrificaría su Presidencia
de la República: iba a provocar según sus intenciones una conmoción nacional,
iba a rehabilitar el interés del público en la política, a crear una llaga para
poner el dedo. Su plan iba a conmover de una vez por todas a sus absurdos
ciudadanos olvidadizos y abúlicos, que despreciaban por quién sabe qué extraña
razón el mejor de los placeres: la política dinámica, los discursos, las
adulaciones, el forcejeo por los puestos, el presupuesto de la nación. Y
después vuelta la gente a sus antiguas manifestaciones, los periódicos a sus
editoriales, las campañas, las discusiones, los partidos, el gobierno
organizado de verdad —no este remedo de administración con viejos barredores y
antiguas mecanógrafas ociosas— él volvería con su candidatura y ganaría de
nuevo la presidencia y entonces sí, iba a gozar de verdad de lo fantástico del
poder, del boato, de las reverencias, de los himnos, de las recepciones,
etcétera, etcétera.
Y
dio marcha a su plan.
Hizo
muy trabajosamente sus arreglos porque nadie quería cooperar con él: por pura
amistad la gente que él necesitaba se decidió a prestarle ayuda.
Al
fin una noche todos los televisores y radios del país anunciaron una
transmisión especial en cadena nacional. En las pantallas apareció la figura de
un General con charreteras y medallas, de espada y todo. En sus hogares la gente
escuchó tiros por todos los rumbos de la ciudad. Y el General en las pantallas,
con cara hosca y ademanes serios habló al público:
“Se
informa al país que acaba de ser depuesto por las armas, en vista de la
conveniencia nacional y de los supremos intereses de la patria, el Presidente
de la República, Sr. Jaime Pie quien sale exiliado para un país vecino. Desde
este momento el control del gobierno queda en manos de las Fuerzas Armadas y
quedan también abolidas todas las instituciones. Se decreta estado de sitio y
se restringen las garantías constitucionales”. Después, el General, que era
quien se iba a hacer cargo de la Presidencia junto con otros militares, pidió
al país serenidad y cordura en esos momentos difíciles. La gente, extrañada, se
volvió a ver entre sí y todos encogieron los hombros. Desde el principio,
habían reconocido al viejo actor de teatro retirado, quien metido en un disfraz
de general les hablaba desde las pantallas y los radios.
Soñolientos,
apagaron sus receptores mientras los tiros de Jaime Pie seguían sonando por
todos los rumbos.
Desde
esa noche, quedó el país definitivamente sin Presidente de la República.
Masatepe, 1962
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