Sergio Ramírez
Mercado
Septimio
se despertó a la hora del crepúsculo y se encontró con la luz rojiza de la
tarde que se reflejaba en la luna del espejo del chifonier como una pedrería de
brazas temblando en el fondo del vidrio y sintió sobre su vientre las páginas
del figurín de modas pegadas a la piel a causa del sudor. Estaba desnudo debajo
del quimono de chifón y sentía el sudor resbalar por su espalda. Se incorporó y
tropezó con la sopera de china que había dejado en el piso después de comer. La
hizo pedazos y la sopa helada le mojó los pies.
—Avelino
—llamó primero como en secreto—. Avelino —repitió después buscándolo en la
oscuridad a la que ninguno de los dos terminaba de acostumbrarse; no se
orientaban y quebraban los jarrones, tropezaban con las sillas y derribaban las
estatuillas de yeso que a tientas reponían en las consolas cuando no se
quebraban, o arrinconaban los pedazos junto a los zócalos para barrerlos de una
vez con los proyectiles, guiándose sólo por la lumbre de la lámpara en el altar
del aposento o cuando ponían luz al farol del ángel.
—Avelino
—siguió llamando, ya casi a punto de gemir. Oscurecía afuera velozmente y el
tren de las seis pitaba en la lejanía.
O
estaban por llegar, o rodeaban ya la casa, arrastrándose en el cafetal,
cortando los hilos de alambre de los cercos, escondidos detrás de los troncos
de los árboles, subidos a las ramas destrozando en silencio el jardín.
Vení
abríme —oyó—.
¿Quién?
—preguntó—.
¿
"-Soy yo, abríme ligero.
-Avelino, ¿sos vos?
Septimio
se llegó a gatas a la puerta detrás de la que sólo había un pequeño descanso de
la escalera. Con mucho tiento fue girando la manigueta, un huevo blanco
humedecido por el por el sudor de su mano, cuando percibió al otro lado unas
risas ahogadas.
—¿Quién
es? —dijo asustado—.
—Yo,
Avelino, abrí.
—Avelino,
sos vos, ¿ah?
—Sí,
corazón —le respondieron y las risas estallaron—.
—Váyanse
a la mierda —gritó con desconsuelo, pero no supo hasta dónde alcanzó su voz o
si sólo se había quedado en un sollozo—.
Sin
saber qué hacer llegó hasta la sala y se recostó en el piano de su madre, que
era guarida de ratones. El asedio de la noche anterior los había dejado sin
ánimo y muy doloridos del cuerpo sobre todo por sofocar el incendio en la
cocina y cuando ya no pudieron sostener el huerto refugiarse hasta que vino el
alba debajo de la cama de baldoquín para evitar la lluvia de piedras que caía
por los huecos de las ventanas quebradas y al salir del escondite con los ojos
enrojecidos por el desvelo se habían asomado aún temerosos por la puerta de
cristales que daba al balcón y empezaron a barrer soñolientos los proyectiles
dispersos en el entarimado, piedras y frutas verdes. A esa hora se deshacía la
neblina y el aire de la madrugada movía las palmeras. La carrilera se veía
desde el balcón y unos trabajadores con herramientas caminaban en la vía.
Estaba
aún junto al piano cuando comenzaron a apalear las
paredes con un ritmo insoportable y las primeras piedras cayeron sobre las tejas que al quebrarse
golpeaban en pedazos contra
el cielo raso, a desgajar las ramas de los árboles frutales, a desportillar los cercos. Andando
siempre a rastras traspuso la puerta de la sala y entró al dormitorio
encerrándose con llave.
—Que
se joda Avelino —gimió—, quién lo mandó a salir —y
se encontró solo por primera vez a la hora de resistir y hasta entonces percibió el olor de orines
envejecidos en el piso, de saliva, de zapatos viejos, cuando fue a refugiarse
debajo de la cama. Desnudo como estaba sintió la rugosidad de las tablas el
pecho, las pequeñas estrías contra la piel adiposa y así bocabajo le molestaba
la presión del medallón que usaba al cuello y en el que conservaba unos
cabellos de su madre, único
que había recibido a su muerte junto con la quinta. Avelino de la suya sólo
había heredado el ángel.
Ya
se habían resignado a no contar más con el primer piso, en el que almacenaban el café
maduro, los aperos de corral, los fierros de labranza: fue cuando
Avelino bajó descalzo las escaleras para llegar al baño que quedaba en un
cobertizo detrás de la cocina y encontró la pileta cundida de cadáveres de
ratones que nadaban entre las magnolias y los azahares vaciados por ellos todas
las tardes en el agua para perfumarla, así que Avelino estuvo vomitando toda la
mañana después de lanzar los ratones muertos al solar tomándolos con asco de la
cola y no almorzó. Decidieron que ya nunca bajarían al baño, ni al excusado,
prefiriendo hacer el cuerpo en las bacinillas con rosas en relieves que
guardaban en las mesas de noche.
Volvieron
a caer las piedras sobre el techo y ahora sí parecía una lluvia interminable y
su pensamiento no se apartaba de Avelino a esas horas, se estarán vengando en
vos, solo en la oscurana, Avelino cautivo. Y las piedras cayendo como en el día
del juicio final.
El
ángel que su madre había heredado a Avelino estaba en un rincón del aposento y
era del tamaño de un hombre, fabricado de yeso pero con alas de pluma de garza.
Le quitaban la túnica morada recamada con hilos de oro para limpiarla cada mes
con kerosene y era el único tiempo en que el ángel permanecía desnudo. Cuando
aún no eran víctimas del asedio, encendían al acostarse el farol del ángel y
sin otra luz se metían a la cama con la ilusión de que, cerradas las puertas de
la iglesia, el sacristán los había dejado dentro.
Ahora
sentía que andaban caminando sobre el techo, eran pasos que se oían claramente
en la limaolla, y el yeso de las molduras del cielo raso se desmoronaba sobre
los muebles de la sala. Y se protegió la cabeza, como si las Piedras fueran a
llegar a su escondite, acordándose también de su madre.
Me
duele aquí —le había dicho señalándose el pecho mientras daba de comer guineos
a los chocoyos reales en las jaulas de madera y fue escurriéndose hasta el
suelo donde quedó de lado junto al pilar, su pequeña boca morada como en el
acto de besar al aire para saludar al público al momento de terminar sus
números de canto de aires operáticos en las veladas, sólo que pálida, sin
esmalte que se ponía en la cara para aparecer sonrosadas a la luz de las candilejas
y el mismo con que retocaba sus santos con lo que no podía sin embargo reír
para recibir los aplausos, enfundada en su vestido de terciopelo verde tan pequeño
como un pañuelo, su rosa de papel en el pecho y sus zapatillas de gamuza
deformadas por el sol y la lluvia y había dejado la tijera con la que podaba
los rosales para acercarse a ella y oírla en la tarde dorada suspirar por
última vez en el jardín de la quinta a una legua del poblado.
Y
así se quedó solo en la propiedad con su jardín de araucarias y canteros de
jalacates, el traspatio sombrío con cipreses como un cementerio, las jaulas
viejas y un palomar lleno de comején en lo alto de un chilamate, los rosales y
las trinitarias, la casa con barandas y sus dos pisos perdida en la neblina de
las madrugadas, el cafetal sombreado de platanares, al frente del huerto de
naranjas, limas nísperos, limones dulces y guabas, hasta que llegó Avelino que
venía de otro pueblo y también había perdido a su madre, lo acogió en su casa y
vivieron juntos desde entonces, pasándola de lo que daba la venta de las flores
y las frutas. A la semana llegó por ferrocarril el ángel de Avelino y en un
carretón lo transportaron de la estación a la quinta.
—Regalémoslo
a la iglesia —le había dicho cuando lo vio tan grande. Pero Avelino se resintió
mucho porque era su único recuerdo y ya no insistió—.
—Me
van a botar la casa —gritó desde su refugio—.
Entonces
eran ya carreras sobre las tejas.
—Ideay,
bájense de allí —volvió a gritar, pero ahora era peor, las tejas caían al patio
en cascadas. Quieren entrar por el techo, pensó. Se van a descolgar al cielo
raso y van a arrancar las tablillas. Tenían todo el barandal para subir, no era
más que atar cuerdas a los postes y escalar. O tirarse de los árboles para caer
dentro del corredor, la puerta de vidrio no tenía cerradura, sólo un pasador
que podían quitar metiendo la mano por los vidrios quebrados. Pero acaso no lo
sabían.
El
derrumbe de las tejas continuó pero más lento.
—Bájense
muchachos —suplicó—.
—No
me gusta este asunto pero es mi deber dijo el comandante—. Han venido quejas de
que ustedes andan e cuadros inmorales.
—¿Quién
dice? —preguntó Septimio ofendido—.
—Bueno,
quién no importa, pero allí dicen que ustedes viven juntos, que no salen de la
quinta, cosas que no son de hombres. Yo sólo les advierto. Indecencia no
permito yo en este pueblo, así que vayan con tiento.
—Capitán
—dijo Septimio—, ésas serán calumnias,vea…
—No
sé si serán o no serán, vaya yo a saber. Pero dense a respetar, jodido, ya
están viejos. Usted, Septimio, podría ser bien mi padre.
Cuando
salieron del cabildo la gente se había congregado enfrente para verlos y hasta
las afueras del pueblo los siguió una pandilla de muchachos, gritándoles y
amenazándolos. Esa misma noche fue la primera de asedio.
No
sabía qué horas eran; tenía la boca amarga y estaba sediento, rendido. Tampoco
cuánto tiempo había permanecido en la misma posición pero sí que eran horas de
horas. Al rato todo cesó y oyó las voces que se alejaban. Así son siempre, ya
parece que se van, pero vuelven y Avelino, qué le habrán hecho, tan débil que
es, grande pero débil con su asma, no aguanta. Se entredurmió con el olor a
berrinche en las narices y vigilado por todos los ángeles que había en la casa,
los que comenzaron a amar desde que el de estatura natural y que pesaba un
mundo había entrado con gran dificultad al dormitorio y a Dios gracias su madre
los tenía desde antes por todos lados; los pilares de la cama remataban en
cabezas de querubes y en el gran espejo de la sala el tema de la moldura eran
dos ángeles besándose en la boca, y en las puertas de los roperos, en las
paredes, pegaban calcomanías con ejércitos entre las nubes.
Los
oyó volver y ya sabía qué estaba pasando: se orinaban en las begonias, las
correntadas inundaban el jardín y Avelino afuera en el sereno, inválido;
pensaba en Avelino librado a las manos de los asaltantes orinándose en las
maceteras, en los baldes de regar que tuvieran compasión Avelino no resistía
nada orinándose por turnos, Avelino. Tenía las manos dormidas y llenas de
saliva porque se consolaba del sufrimiento mordiéndose pero la voz de Avelino
lo trajo del entresueño, en una hora muy lejana que no pudo precisar.
Soy
yo, Avelino, abríme —le hablaba desde abajo y oía su voz casi perdida-.
¿Quién
anda allí? —le preguntó—.
Yo,
abríme.
¿No
me estarán engañando?
No,
abríme para poder subir.
De
nuevo Septimio caminó a gatas y llegó hasta la puerta es, la empujó suavemente
y vio que estaba amaneciendo. Avelino, ¿qué te hiciste?
—Aquí
abajo estoy, en el jardín, ¿qué no me ves?
'Septimio
se puso de rodillas y se asomó por el barandal.
—Andá
abríme.
—¿Ya
se fueron?
—Sí,
ya, ya van lejos.
Escasamente
podía sostenerse en pie y atravesó la recámara, abrió la puerta y fue por toda
la sala hasta la que cerraba la salida al final de la escalera. Abrió y ya
Avelino estaba allí, como derribado y sangrándole la frente, nadándole en el
cuerpo los grandes pantalones. Lo llevó a la mecedora y vio que tenía una
herida sobre la ceja.
—¿Qué
te saliste a hacer?
—Tenía
hambre y fui a buscar qué comprar.
—¡Bárbaro,
hasta el pueblo!
—Cuando
regresaba los encontré en el camino. Desde allá me trajeron.
Lo
había sentado con mucho cuidado y fue a buscar alcohol a las gavetas del
chifonier, trajo una sábana que desgarró en tiras para hacer una venda y un
aguamanil.
—No
tenías nada que salir a hacer, Avelino.
—Tenía
mucha hambre, no creí que me fuera a coger la tarde.
Septimio
le limpió la cara bañada en sangre.
—¿Estás
seguro que ya no vuelven?
—No,
ya no. Se orinaron en las flores y se fueron. Hasta entonces me soltaron.
—Tenés
una herida, no te movás. Hay veces que parece que se van, pero vuelven.
—No,
hoy no porque ya está amaneciendo.
Quitó
el aguamanil del pie de la mecedora y retiró el resto de la sábana que no iba a
utilizar. Antes de vendarlo se puso los lentes para examinarle la herida.
—¿Te
duele?
—Un
mundo.
—¿Y
qué es lo que te hicieron? —le preguntó mientras lo curaba—.
—Pues
nada, herirme.
Septimio
se quedó callado. Avelino se desabrochó la camisa, buscando a tientas los
botones y el vientre le desbordo sobre la pretina del pantalón.
—Me
pegaron una pedrada —le dijo llorando. La lámpara hacía visibles sus dientes de
oro—.
—Te
he dicho que nunca hay que salir, ya viste.
—Pero
es que el hambre era horrible. Compré biscotelas y una lata de sardinas.
Cuando
lo había vendado lo condujo por la sala y penetró con él al aposento para
dejarlo en la cama. Avelino se llevó la mano a la frente mientras iba
acostándose.
—Septimio.
-¿Qué?
—Me
llevaron al monte, me arrastraron.
En
la esquina el ángel estaba desnudo.
—Mañana
hay que vestir al ángel, Avelino —dijo Septimio y se acostó—.
—Sí,
mañana.
Le
dolía terriblemente la cabeza y hablaba con los ojos cerrados.
—Me
dijeron: no hablés si no querés morir.
—¿Y
cómo son, Avelino?
—Sucios
y crueles —respondió quedamente—.
La
neblina invadió el aposento y en la cama Septimio era casi calvo; sobre la
cabeza de Avelino parecía que habían vertido ceniza.
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