Sergio
Ramírez Mercado.
Un
hombre llegó corriendo y gritando, se abrazó desesperadamente a un poste de luz
eléctrica y allí se quedó sollozando. Primero se acercó corriendo un lustrador
desnutrido y sucio, que arrastró hasta allí su caja de lustrar y un muchacho
vendedor de lotería, con una gorra propaganda de la harina Gold-Medal. El
hombre seguía agarrado al poste y se apretaba más contra él. Estaba arrodillado
y restregaba su cara contra un anuncio pegado allí. Todo el poste estaba lleno
de anuncios. “Próximo estreno” “Próximo estreno” “Próximo estreno”. Una mujer
dejó su canasta en el quicio de una puerta y corrió hasta donde estaba el
hombre desesperado gritando. Un muchacho que repartía granos empacados dejo su
motoneta parqueada entre un Plymouth 53 y un microbús Volkswagen y se dirigió
para el grupo que se iba poblando rápidamente, y detrás de él, un chino recién bañado
y vestido de blanco que iba a abrir su negocio, se detuvo allí también. Y el chofer de una camioneta de la ruta Managua-Carazo se bajó de su
aparato y se fue también para la esquina. El hombre ahora gritaba más
desesperadamente y temblaba. Llego un policía de los que cuidan por el mercado,
lo agarro de un brazo pero el hombre no se movía. Gritaba más. Ya no eran seis o
siete los que rodeaban al hombre. Poco a poco se habían arrimado allí, un viejo
en una bicicleta, un mecánico que iba a su taller, una mujer de compras, dos
cargadores de sacos, una señora con una canasta de cebollas, tomates y
chiltomas, un agente de seguridad, un carretonero, un locutor de una camioneta de
propaganda, el farmacéutico de la esquina, sus empleados. Una mujer abrió su balcón
y después salió su marido en camisola. Ya
había decenas de personas. Y no era solo el hombre el que gritaba. Todos
hablaban, gritaban, gesticulaban, se empujaban, se empinaban, pero casi nadie veía
nada porque el hombre estaba arrodillado, gritando y sollozando, y de repente
le daban arranques de miedo y se aferraba más al poste y temblaba como u
viera frio. Y siguió llegando gente.
Mas lustradores y voceadores. Un señor elegante paro su automóvil negro de
cuatro focos delanteros y saco la cabeza por la ventanilla para darse cuenta de
lo que pasaba, pero cuando quiso seguir ya no pudo porque todos los trastes de
adelante estaban paralizados por el gentío, y todos pitaban, los choferes
vociferaban y daban golpes en sus timones, pero lo único que hacían era volver más
grande la bulla. A las dos y tres cuadras la gente se salió a sus puertas; un
padre de familia le prohibió a su hijo acercarse al tumulto. Una señora se salió
a su puerta a comentar el asunto con su sirvienta e hicieron algunas
conjeturas; al principio creyeron que se trataba de algún ladrón perseguido por
la autoridad, después pensaron que tal vez era algún muerto el que había allí en
medio de tanta gente, algún terrorista capturado in fraganti o algún pleito de mujeres del mercado, o tal
vez algún choque. Pero la vecina, haciendo visera con las manos, las saco de su
error y les dijo que solo era un pleito de dos muchachos hijos de las mercaderas
que disputaban por alguna cosa y que a uno de ellos le habían roto la camisa,
que se habían roto las narices y les dio muchos detalles más llenos de
minuciosidades. Pero la gente seguía llegando, llegaban de algunas cuadras más
retiradas. Hombres sacados de sus siestas del medio día, mujeres con chinelas y
con rollos para el pelo en la cabeza, barberos que abandonaron sus sillas pero
no a sus clientes porque estos les siguieron también, un comerciante de
frijoles y cacao que cerró las puertas de su negocio, una mujer vendedora de
refrescos en un puesto ambulante y que se lo confió por unos momentos a su amiga
que comerciaba en fajas, pulseras de reloj, dijes, cadenitas, chapitas, carteras
de plástico, anteojos ahumados y cortauñas.
El
hombre se quedó silencioso de repente, pero no se soltó del poste. El circulo
alrededor de él se iba reduciendo poco a poco, y los que ocupaban la primera
fila le miraban atentamente, casi fijamente, y daban informes a los que estaban
atrás porque en realidad eran pocos los que podía ver al hombre que sudaba
intensamente y ahora solo sollozaba en voz baja. Cuando cesaron los gritos masa
compacta se fue aflojando y se hicieron grupos en las puertas de las tiendas de
comercio, en las esquinas, y en media calle. Ahora llegaron tres policías, uno
de ellos el mismo de la vez anterior, y
fue entonces que pudieron andar otra vez los carros, y el alboroto se hizo
menos intenso, y el hombre que comerciaba en frijoles volvió a abrir su
negocio, la mujer regreso a su refresquería, el ama de casa regreso con sus chinelas,
el barbero y su cliente tambien regresaron, pero el chofer del microbús y el
muchacho de la motoneta, el chino que iba a abrir su venta y decenas de
personas más, quedaron solidarios con la curiosidad haciendo miles de
conjeturas y cientos de comentarios.
De
repente el hombre dio un alarido doloroso, largo y ancho como si le hubieran
pegado un latigazo, y entonces la gente empezó a correr de nuevo. Se volvió a
parar el tráfico, subió el calor del medio día, la gente se apiño, levanto las cabezas,
el barbero ya no quiso volverse pero su cliente si, el ama de casa corrió hacia
la esquina y se oía un rumor intenso que venía desde el centro del asunto —el
poste de luz— y que se iba extendiendo por toda la esquina, más y más, por las
cuadras, hasta llegar a los grupos que no estaban en la enorme masa apretada,
pero que comentaban aparte con una ansiedad tremenda.
En las
aceras se habían enfilado colegiales confundidos entre la gente con sus libros
y cuadernos, valijas y cartapacios. Un jovencito encontró allí la oportunidad
perfecta para dirigir por vez primera la palabra, a la muchacha estudiante de mecanografía.
La gran familia de los espectadores es unida. Todos estaban allí, vinculados por la ansiedad, consiguiendo la satisfacción
que da en estos casos el poder comentar el asunto con el vecino, o con un
desconocido si es necesario.
De
largo se oyó el pito agudo de una ambulancia e instintivamente la gente se apartó
e hizo valla en medio de la calle y muchas ancianas fueron empujadas sobre las
aceras, varios hombres apretujados contra las paredes, pero la ambulancia no pudo
pasar. Había una fila enorme de carros, camiones, jeeps, camionetas. A unos les
era imposible moverse y otros simplemente no querían hacerlo para no perderse
el espectáculo. La ambulancia se quedó, pues, allí, detrás de un camión cargado
de cerdos, un taxi, una camioneta pick-up, un bus urbano, dos automóviles placa
oficial, un jeep con un trailer lleno de pichingas y otro taxi en el cual iba
un sacerdote sonriente y una anciana —seguramente beata— que sonreía también.
Un
cargador agarro su canasta llena de naranjas y poniendo en tensión todos sus músculos
la subió a un camión.
—! Que
gente más chocha! !Un borracho y tanto escándalo por eso...!
—Ese
debe ser algún loco que se salió del manicomio. Por eso viene la ambulancia...
La
mujer que así dijo se agacho para sacar agua de un balde y lavar los vasos de su
refresquería al aire libre.
—Alguno
que anda con los diablos azules y está viendo visiones...
Apoyado
en su bicicleta un joven de lentes obscuros y camisa de colores, hizo la observación.
—Ese es
hechizo, no se cura así nomas.
Lo
anterior fue dicho por un señor de sombrero obscuro de fieltro, con un
cartapacio café de viejo cuero. Cualquiera hubiera dicho que era un curandero
de pueblo que tomaría el bus de las 2:30 para dirigirse a Teustepe o Diriomo, o
tal vez habitante del mismo Managua, en el barrio con toda la solemnidad precisa
para sus prácticas.
—A lo
mejor es algún ladrón...
Todos
los comentarios venían de cualquier lado, de cualquier parte del tumulto, y el
rumor seguía creciendo. Tenía ya una hora veinte minutos el alboroto y el sol
estaba enormemente caliente, y el pavimento también hirviendo y el tumulto siempre
compacto y el hombre siempre gritando, y los policías sin poderlo soltar del
poste donde estaba aferrado desde el comienzo.
Las
campanillas de los vendedores de esquimos y sorbetes estaban sonando, algunas
mujeres empezaron a ofrecer sus refrescos, sus raspados, sus rosquillas. Los
vendedores de plumas fuentes baratas con las manos levantadas se metieron entre
la gente. No había decisiones. Todo mundo estaba confundido y feliz.
De pronto
el hombre se levantó. Se sacudió la camisa, el pantalón. Empezó a mirar a la
gente de pies a cabeza y sin quitarles la vista encendió un cigarrillo con una
gran lentitud. Todos comenzaron a hacerse para atrás y los de primera fila se sintieron
confundidos, y un anciano que había estado todo el tiempo allí se abrió paso y
azorado comenzó a salir del molote. El hombre adoptó un aire de dignidad
mientras se prensaba la camisa y se pasaba un peine por el pelo. Se secó
suavemente el sudor. Empezó a caminar para la calle y la gente se iba apartando
precipitadamente. Levantó la mano y pidió un taxi. Abrió la portezuela de
adelante y cayó pesadamente. La fila empezó a caminar y se oían los pitos a lo
largo de la calle. Cuando el taxi en que iba el hombre empezó a moverse, saco
la cabeza por la ventanilla y miro a la gente con desprecio. Después grito con
todas sus fuerzas.
—Locos,
locos.
Se acomodó
de nuevo y cuando el taxi iba a dar vuelta a la esquina volvió a sacar la
cabeza.
—
!Locos!
El rumor creció mas, como un ventarrón que empieza a levantarse y cierra de golpe
las ventanas y bota las escobas y se lleva la ropa de los alambres y despeina a
las mujeres.
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