Sergio
Ramírez Mercado
—
Amigó, ¿no le han dicho a Ud. que se parece en penca a G. P.? Él se sonrió de
mala gana. No le gustó la comparación y apenas contestó.
—
No, nunca me habían dicho... Y siguió limpiando los vasos del bar y acomodándolos
en el estante.
—-Jodido,
pero sí es exacto, ¿verdad que es exacto?
El
tipo le examinaba minuciosamente y llamó a los demás parroquianos para
constatar su dicho. Uno de ellos sacó sus anteojos y se los colocó con cuidado
y al cabo de un rato todos afirmaban que sí era cierto, con sonrisas de
descubrimiento, como si el fenómeno hubiera permanecido entre ellos durante
tanto tiempo y hasta ahora alguien diera en el clavo. No había duda que el
hombre era idéntico a G. P. Como si dos gotas de agua. Y a un mozo de bar a
quien alguien una vez le dice así de pronto que entre él y G. P. no hay más
diferencia que entre dos y par, necesariamente le pone en un problema. Algo
tiene que hacer, alguna actitud tiene que tomar. Y él comenzó por hacerse el disgustado
y por sonreír de mala gana.
—Jodido
hombré, qué pierdo yo con parecerme a nadie. Al fin, la misma cosa es...
Pero
en el bar aquél, después del gran descubrimiento, todos los visitantes asiduos
fueron haciendo su parte, para reconstruir en el mozo de bar las formas de G.
P. Así, uno le halló la enigmática sonrisa, otro los ademanes, el peinado, y
sucesivamente fueron descubriendo en él las facciones, miradas, gestos, manera
de caminar. Otro más osado encontró en él hasta el peso y la talla.
—
Si no es G. P. en persona ¡que me caiga un rayo!
El
tal G. P. comenzó a acosar al mozo y le veía hasta en el fondo de los vasos que
limpiaba, al abrir las llaves de la cerveza, en las botellas, en la superficie
de las bandejas, al volverse para el lado del espejo. Alguna vez le había visto
actuar en una de sus películas, retratado en alguna revista, pero lo mismo que
a Karl Malden o a Pedro Infante, sin ninguna especialidad. Simplemente le conocía.
Pero la cosa es que ahora decían que él era exacto a G. P. y eso no era así
nomás. Cada día los parroquianos lo acosaban más con el tal parecido y alguien
le pidió hasta que sonriera para ver si era cierto.
Después,
ya no sonreía de mala gana sino que se ponía rojo de vergüenza.
—
Qué me voy a parecer, son ideas suyas amigo, déjese de cosas...
—
¡Pero si le digo que es cierto! ¿Quién le descubrió? ¡Este es un
descubrimiento!
Cada
tarde y cada noche muchos se acercaban a la barra sólo por verle y al retirarse
se iban asintiendo entusiastamente con la cabeza. No había duda. Era el mismo
actor en persona. Como recortado de las películas y puesto tras el mostrador. Y
así las cosas, comenzaron a hacerle vivir— primero en forma pequeñita— su vida
de G. P. Le comenzó como un gusanito tierno dentro de su yo. Los primeros
síntomas los tuvo cuando al salir de su casa para el trabajo se quedaba grandes
ratos frente al espejo observándose el rostro pulgada a pulgada, probándose tímidamente
su nueva personalidad. Su G. P. se acentuó cuando temiendo ser visto se metía
furtivamente a los cines que pasaban películas de G. P. Y estalló
definitivamente cuando buscaba ansiosamente los programas de cine para encontrar
cintas de G. P. Y coleccionaba sus fotos, revistas de cine que hablaran de él,
usaba su peinado o sus peinados, estudiaba sus ademanes y ensayaba cada una de
sus sonrisas. Algo complicado se le había formado por dentro, agarrado en todas
las direcciones de su personalidad sencilla de antes.
Y
detrás del mostrador pasó a ser, en cosa de poco tiempo, G.P. para los parroquianos
por fuera y G. P. para él por dentro. Estaba embebido en el artista, hubiera
sido capaz de asegurar (si alguien se lo hubiera preguntado) que sentía las propias
pasiones de aquél, que vivía sus romances y hasta el color de los focos del set
sobre su cara. Para que esto llegase a suceder fue preciso que los hombres del
bar siguieran insistiendo sobre su asombroso parecido; que tuviera un espíritu
muy dispuesto para aceptarlo (como una capa de harina fácil para toda huella
espolvoreada sobre su alma) y que por supuesto, el sujeto en comparación fuera
nada menos que G. P., galán y héroe de cine en infinidad de películas en
inglés, con leyendas en castellano. Instruido abundantemente sobre su otro yo,
sabía de cabo a rabo su vida y milagros. Sus afectos, costumbres, flores y perfumes
preferidos, países que le subyugaban, tipos predilectos de vinos, mujeres y
cervezas. Aprendió también su biografía — la que consideraba ya la suya propia—
y tapizó su cuarto de fotografías del actor. Estudió su firma y supo de los
libros que leía (pero no intentó leerlos nunca). Si alguna vez alguien ha sido
víctima del culto a la personalidad, lo fue este mozo de bar (empujado obviamente
por las circunstancias) o más bien víctima luego del culto a sí mismo, porque
al cabo de algunos meses estaba plenamente convencido de que era G. P. en
persona y comenzó a vivir tras el mostrador su nueva y excitante personalidad.
Cuando algún cliente se acercaba, estaba seguro de que sonreiría y asentiría
con la cabeza — ¡es cierto, se parece!—, y él estaba listo ya con sus mejores
gestos y giros para hacerle comprender si no lo sabía o reafirmarle si dudaba,
de que delante tenía nada menos que a G. P. en carne y hueso, con sonrisa y
todo.
Estudiaba
sus poses hasta en la manera de voltear la cabeza, en saludar. Afectaba su voz,
sus ademanes y quizá por modestia no decía algunas frases en inglés de las que
el actor pronunciaba en los momentos culminantes de las innumerables películas
en que le había visto actuar después que fue realizado el trascendental
descubrimiento.
—
¡Ni más ni menos, G. P.!
Y
en la calle, juraba que era G. P. para todo el mundo. Saludaba y miraba con esa
creencia aunque muchos no lo supieran y ni lo hubieran notado siquiera. Pero la
cosa es que él estaba seguro de que pasaba encima de toda la gente con su aureola
de G. P. en la cabeza y que el mundo entero iba a gritar:
—
¡Allí va G. P.!
En
cada mirada, en cada gesto, encontraba que alguien acababa de descubrirle entre
la multitud. Al dar la vuelta estaba seguro que se quedaban comentando su
fenomenal parecido. El G. P. se le había aferrado dentro de sí, no para dar un
G. P. actor de cine, sino un mozo de bar G. P., esto es, un hombre contento de
su parecido afectado hasta la coronilla de la cabeza, pero por fuera siempre
mozo de bar para los parroquianos, y G.P. tan sólo como una curiosidad.
—
¡Se parece a G. P., el artista!
Pero
lo de adentro, sólo él fue capaz de vivirlo y de sentirlo, a su yo excitado y
anhelante por el nuevo rostro que lucía y tratando de saltar hacia arriba como
un auténtico G. P., de hacerse ver no como mozo de bar sino como algo excéntrico
y luminoso. Gritándose por dentro: — ¡mírenme, yo soy G. P.!— como su vida
misma y no como una simple curiosidad.
Y
un día se halló con que (la expectación nunca es eterna ni mucho menos cuando
se da un plato del día tan simple) las miradas de los parroquianos tuvieron que
ir tornándose corrientes y usuales.
—
Un whisky, joven.
Y
total. Dejaron de llamarse en corrillos para mostrar a los otros al G. P. tras
el mostrador y quizá hasta sus descubridores del principio dejaron de llegar al
bar. Y el mozo empezó a morir por fuera como G. P. y eso fue lo más grave,
porque él seguía siendo tan G. P. como antes, con su misma estatura y su misma sonrisa.
Buscaba en las caras la mirada de examen, los golpes con el puño en la mesa de
— ¡es cierto!— . Y fue hallando que todo iba olvidándose, cuando más necesitaba
ser G. P. y ser G. P. para los demás. El espíritu contraído después del
hallazgo le acechaba desde los vasos, en las botellas, en los espejos. Le
punzaba por dentro, se le movía en el alma con incomodidad. Él era una resultante
distinta; algo extraño que estaba allí definitivamente. Y el darse cuenta de
que a nadie le importaba ya su cara de G. P., le hacía sentirse con un pedazo
de sí arrancado dolorosamente. Se aferraba con desesperación a su complejo,
como si éste pudiera hundirse para siempre. Constantemente buscaba en el rostro
de alguien la expresión, el gesto, que le ayudara (digámoslo así) a vivir con
tranquilidad. Un solo — ¡es cierto! ¡sí es idéntico!— le hubiera sacado a flote
de nuevo, le hubiera hecho volver sobre si y ser de nuevo G. P. por dentro y
por fuera. Ahora hasta su timidez habitual había sido apartada y hacía cosas
inauditas porque le reconocieran de nuevo.
Es
como cuando a mí me decían G. P.... decían que me parecía... ¿se acuerda usted?
Se
insinuaba nerviosamente a los parroquianos mientras limpiaba el mostrador.
—
Ajá...
Y
el parroquiano seguía en su periódico, sin levantar la cabeza.
—
¡De cuando yo me parecía a G . P .! — decía, pero él sabía que aún se parecía y
mucho ¡cómo no! Su rostro tenía las líneas de siempre, su voz era la misma. Y
la esperanza de que de pronto todo el mundo resurgiera de su silencio y
abandonara su indiferencia, mantenía ardiendo dentro de él la llama de G. P. A
la hora menos pensada alguien iba a llegar con un — ¡de verdad, qué cosa más
parecida!—. Tenía que ser así y no de otra manera. Cada serie de pisadas frente
al mostrador era un nuevo descubridor en potencia, un tipo dispuesto a hacer
ver a los demás que este muchacho del bar era una réplica de G. P., el actor de
cine, sacado de los carteles a colores de la entrada de los teatros, de la
escena más palpitante de la mejor de sus películas. Y en esto vivió mucho
tiempo; mucho tiempo con su cara bien afeitada y el pelo glamorosamente
peinado, esperando el par de palabras que iba a suspenderle hacia arriba.
—
Amigó, perdone...
Una
cara ansiosa, interrogante estaba frente al mostrador. Apoyado en la barra un
hombrecito serio lo miraba fijamente. Se volvió hacia el tipo y desde lo
profundo de sí, recogió todas sus fuerzas el más estudiado de sus ademanes, la
mejor ensayada de sus sonrisas y afectó como nunca su voz:
—
Diga usted...
El
hombrecito desbarató una colilla de cigarro en el cenicero.
—
Es que le estaba hallando parecido a alguien ahorita... a alguien...
Debajo
del mostrador sacó un paquete de cigarrillos y ofreció uno al cliente. Tomó
otro y lo encendió de la misma manera que G. P. en la cinta aquella que fuma
cigarro tras cigarro en una mesa de juego.
—
¿Sí...? ¿A quién?
—
No, no es nada... me pareció, pero creo que estaba confundido... perdone...
Del
brazo tomó al parroquiano cuando se iba.
—
Diga, amigo, diga... ¿a quién?
El
hombrecito se metió la gorra hasta la frente y sonrió.
—
A un buen amigo que conocí en Guatemala hace como siete años, también en un
bar, de mozo. No lo volví a ver desde entonces. Él era un gran tipo... Adiós.
El
hombrecito dio la vuelta y con la mirada lo siguió hasta la acera de enfrente.
Con estirado ademán metió el limpiador en los vasos y sólo se oía el ruido al
irlos colocando. En el fondo de su alma estaba su desdichado G . P. y con dolor
sentía cómo ahora sí se iba hundiendo y hundiendo sin remedio.
Eso
sintió, perder su fulgurante réplica de Gregory Peck. Porque por un viejo amigo
de siete años atrás conocido en un cochino bar como éste, no iba a ponerse a
llorar.
Detrás del mostrador, lució por última vez su amarga sonrisa de film.
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