3 de febrero de 2016

El hallazgo

Sergio Ramírez Mercado

— Amigó, ¿no le han dicho a Ud. que se parece en penca a G. P.? Él se sonrió de mala gana. No le gustó la comparación y apenas contestó.

— No, nunca me habían dicho... Y siguió limpiando los vasos del bar y acomodándolos en el estante.

—-Jodido, pero sí es exacto, ¿verdad que es exacto?

El tipo le examinaba minuciosamente y llamó a los demás parroquianos para constatar su dicho. Uno de ellos sacó sus anteojos y se los colocó con cuidado y al cabo de un rato todos afirmaban que sí era cierto, con sonrisas de descubrimiento, como si el fenómeno hubiera permanecido entre ellos durante tanto tiempo y hasta ahora alguien diera en el clavo. No había duda que el hombre era idéntico a G. P. Como si dos gotas de agua. Y a un mozo de bar a quien alguien una vez le dice así de pronto que entre él y G. P. no hay más diferencia que entre dos y par, necesariamente le pone en un problema. Algo tiene que hacer, alguna actitud tiene que tomar. Y él comenzó por hacerse el disgustado y por sonreír de mala gana.

—Jodido hombré, qué pierdo yo con parecerme a nadie. Al fin, la misma cosa es...

Pero en el bar aquél, después del gran descubrimiento, todos los visitantes asiduos fueron haciendo su parte, para reconstruir en el mozo de bar las formas de G. P. Así, uno le halló la enigmática sonrisa, otro los ademanes, el peinado, y sucesivamente fueron descubriendo en él las facciones, miradas, gestos, manera de caminar. Otro más osado encontró en él hasta el peso y la talla.

— Si no es G. P. en persona ¡que me caiga un rayo!

El tal G. P. comenzó a acosar al mozo y le veía hasta en el fondo de los vasos que limpiaba, al abrir las llaves de la cerveza, en las botellas, en la superficie de las bandejas, al volverse para el lado del espejo. Alguna vez le había visto actuar en una de sus películas, retratado en alguna revista, pero lo mismo que a Karl Malden o a Pedro Infante, sin ninguna especialidad. Simplemente le conocía. Pero la cosa es que ahora decían que él era exacto a G. P. y eso no era así nomás. Cada día los parroquianos lo acosaban más con el tal parecido y alguien le pidió hasta que sonriera para ver si era cierto.

Después, ya no sonreía de mala gana sino que se ponía rojo de vergüenza.

— Qué me voy a parecer, son ideas suyas amigo, déjese de cosas...

— ¡Pero si le digo que es cierto! ¿Quién le descubrió? ¡Este es un descubrimiento!

Cada tarde y cada noche muchos se acercaban a la barra sólo por verle y al retirarse se iban asintiendo entusiastamente con la cabeza. No había duda. Era el mismo actor en persona. Como recortado de las películas y puesto tras el mostrador. Y así las cosas, comenzaron a hacerle vivir— primero en forma pequeñita— su vida de G. P. Le comenzó como un gusanito tierno dentro de su yo. Los primeros síntomas los tuvo cuando al salir de su casa para el trabajo se quedaba grandes ratos frente al espejo observándose el rostro pulgada a pulgada, probándose tímidamente su nueva personalidad. Su G. P. se acentuó cuando temiendo ser visto se metía furtivamente a los cines que pasaban películas de G. P. Y estalló definitivamente cuando buscaba ansiosamente los programas de cine para encontrar cintas de G. P. Y coleccionaba sus fotos, revistas de cine que hablaran de él, usaba su peinado o sus peinados, estudiaba sus ademanes y ensayaba cada una de sus sonrisas. Algo complicado se le había formado por dentro, agarrado en todas las direcciones de su personalidad sencilla de antes.

Y detrás del mostrador pasó a ser, en cosa de poco tiempo, G.P. para los parroquianos por fuera y G. P. para él por dentro. Estaba embebido en el artista, hubiera sido capaz de asegurar (si alguien se lo hubiera preguntado) que sentía las propias pasiones de aquél, que vivía sus romances y hasta el color de los focos del set sobre su cara. Para que esto llegase a suceder fue preciso que los hombres del bar siguieran insistiendo sobre su asombroso parecido; que tuviera un espíritu muy dispuesto para aceptarlo (como una capa de harina fácil para toda huella espolvoreada sobre su alma) y que por supuesto, el sujeto en comparación fuera nada menos que G. P., galán y héroe de cine en infinidad de películas en inglés, con leyendas en castellano. Instruido abundantemente sobre su otro yo, sabía de cabo a rabo su vida y milagros. Sus afectos, costumbres, flores y perfumes preferidos, países que le subyugaban, tipos predilectos de vinos, mujeres y cervezas. Aprendió también su biografía — la que consideraba ya la suya propia— y tapizó su cuarto de fotografías del actor. Estudió su firma y supo de los libros que leía (pero no intentó leerlos nunca). Si alguna vez alguien ha sido víctima del culto a la personalidad, lo fue este mozo de bar (empujado obviamente por las circunstancias) o más bien víctima luego del culto a sí mismo, porque al cabo de algunos meses estaba plenamente convencido de que era G. P. en persona y comenzó a vivir tras el mostrador su nueva y excitante personalidad. Cuando algún cliente se acercaba, estaba seguro de que sonreiría y asentiría con la cabeza — ¡es cierto, se parece!—, y él estaba listo ya con sus mejores gestos y giros para hacerle comprender si no lo sabía o reafirmarle si dudaba, de que delante tenía nada menos que a G. P. en carne y hueso, con sonrisa y todo.

Estudiaba sus poses hasta en la manera de voltear la cabeza, en saludar. Afectaba su voz, sus ademanes y quizá por modestia no decía algunas frases en inglés de las que el actor pronunciaba en los momentos culminantes de las innumerables películas en que le había visto actuar después que fue realizado el trascendental descubrimiento.

— ¡Ni más ni menos, G. P.!

Y en la calle, juraba que era G. P. para todo el mundo. Saludaba y miraba con esa creencia aunque muchos no lo supieran y ni lo hubieran notado siquiera. Pero la cosa es que él estaba seguro de que pasaba encima de toda la gente con su aureola de G. P. en la cabeza y que el mundo entero iba a gritar:

— ¡Allí va G. P.!

En cada mirada, en cada gesto, encontraba que alguien acababa de descubrirle entre la multitud. Al dar la vuelta estaba seguro que se quedaban comentando su fenomenal parecido. El G. P. se le había aferrado dentro de sí, no para dar un G. P. actor de cine, sino un mozo de bar G. P., esto es, un hombre contento de su parecido afectado hasta la coronilla de la cabeza, pero por fuera siempre mozo de bar para los parroquianos, y G.P. tan sólo como una curiosidad.

— ¡Se parece a G. P., el artista!

Pero lo de adentro, sólo él fue capaz de vivirlo y de sentirlo, a su yo excitado y anhelante por el nuevo rostro que lucía y tratando de saltar hacia arriba como un auténtico G. P., de hacerse ver no como mozo de bar sino como algo excéntrico y luminoso. Gritándose por dentro: — ¡mírenme, yo soy G. P.!— como su vida misma y no como una simple curiosidad.

Y un día se halló con que (la expectación nunca es eterna ni mucho menos cuando se da un plato del día tan simple) las miradas de los parroquianos tuvieron que ir tornándose corrientes y usuales.

— Un whisky, joven.

Y total. Dejaron de llamarse en corrillos para mostrar a los otros al G. P. tras el mostrador y quizá hasta sus descubridores del principio dejaron de llegar al bar. Y el mozo empezó a morir por fuera como G. P. y eso fue lo más grave, porque él seguía siendo tan G. P. como antes, con su misma estatura y su misma sonrisa. Buscaba en las caras la mirada de examen, los golpes con el puño en la mesa de — ¡es cierto!— . Y fue hallando que todo iba olvidándose, cuando más necesitaba ser G. P. y ser G. P. para los demás. El espíritu contraído después del hallazgo le acechaba desde los vasos, en las botellas, en los espejos. Le punzaba por dentro, se le movía en el alma con incomodidad. Él era una resultante distinta; algo extraño que estaba allí definitivamente. Y el darse cuenta de que a nadie le importaba ya su cara de G. P., le hacía sentirse con un pedazo de sí arrancado dolorosamente. Se aferraba con desesperación a su complejo, como si éste pudiera hundirse para siempre. Constantemente buscaba en el rostro de alguien la expresión, el gesto, que le ayudara (digámoslo así) a vivir con tranquilidad. Un solo — ¡es cierto! ¡sí es idéntico!— le hubiera sacado a flote de nuevo, le hubiera hecho volver sobre si y ser de nuevo G. P. por dentro y por fuera. Ahora hasta su timidez habitual había sido apartada y hacía cosas inauditas porque le reconocieran de nuevo.

Es como cuando a mí me decían G. P.... decían que me parecía... ¿se acuerda usted?

Se insinuaba nerviosamente a los parroquianos mientras limpiaba el mostrador.

— Ajá...

Y el parroquiano seguía en su periódico, sin levantar la cabeza.

— ¡De cuando yo me parecía a G . P .! — decía, pero él sabía que aún se parecía y mucho ¡cómo no! Su rostro tenía las líneas de siempre, su voz era la misma. Y la esperanza de que de pronto todo el mundo resurgiera de su silencio y abandonara su indiferencia, mantenía ardiendo dentro de él la llama de G. P. A la hora menos pensada alguien iba a llegar con un — ¡de verdad, qué cosa más parecida!—. Tenía que ser así y no de otra manera. Cada serie de pisadas frente al mostrador era un nuevo descubridor en potencia, un tipo dispuesto a hacer ver a los demás que este muchacho del bar era una réplica de G. P., el actor de cine, sacado de los carteles a colores de la entrada de los teatros, de la escena más palpitante de la mejor de sus películas. Y en esto vivió mucho tiempo; mucho tiempo con su cara bien afeitada y el pelo glamorosamente peinado, esperando el par de palabras que iba a suspenderle hacia arriba.

— Amigó, perdone...

Una cara ansiosa, interrogante estaba frente al mostrador. Apoyado en la barra un hombrecito serio lo miraba fijamente. Se volvió hacia el tipo y desde lo profundo de sí, recogió todas sus fuerzas el más estudiado de sus ademanes, la mejor ensayada de sus sonrisas y afectó como nunca su voz:

— Diga usted...

El hombrecito desbarató una colilla de cigarro en el cenicero.

— Es que le estaba hallando parecido a alguien ahorita... a alguien...

Debajo del mostrador sacó un paquete de cigarrillos y ofreció uno al cliente. Tomó otro y lo encendió de la misma manera que G. P. en la cinta aquella que fuma cigarro tras cigarro en una mesa de juego.

— ¿Sí...? ¿A quién?

— No, no es nada... me pareció, pero creo que estaba confundido... perdone...

Del brazo tomó al parroquiano cuando se iba.

— Diga, amigo, diga... ¿a quién?

El hombrecito se metió la gorra hasta la frente y sonrió.

— A un buen amigo que conocí en Guatemala hace como siete años, también en un bar, de mozo. No lo volví a ver desde entonces. Él era un gran tipo... Adiós.

El hombrecito dio la vuelta y con la mirada lo siguió hasta la acera de enfrente. Con estirado ademán metió el limpiador en los vasos y sólo se oía el ruido al irlos colocando. En el fondo de su alma estaba su desdichado G . P. y con dolor sentía cómo ahora sí se iba hundiendo y hundiendo sin remedio.

Eso sintió, perder su fulgurante réplica de Gregory Peck. Porque por un viejo amigo de siete años atrás conocido en un cochino bar como éste, no iba a ponerse a llorar.

Detrás del mostrador, lució por última vez su amarga sonrisa de film. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario