Uñas largas
y sucias. Pelo largo y despeinado, liso, le caía por los hombros. Apenas dos
dedos de frente y una barbita rala en su cara lucia y enflaquecida. Una mirada
vaga, indecisa, que provenía de unos ojillos mongoloides. Siempre con la misma
ropa, apestosamente sucia y con los traseros defecados. Un costal
incomprensible al hombro. Zapatos viejos y rotos con uno diferente al otro. Se
acercaba con timidez a las puertas de las casas que en su andar errabundo
encontraba abiertas. Se arrecostaba a la pared o, sentado en la acera, se le
oía musitar la palabra Anchí. Era lo único que hablaba. Le daban de comer
mendrugos, provocándolo para que siguiera su camino. Dinero no aceptaba. ¿Dónde
dormía? Yo, niño, nunca lo supe. ¿De dónde provenía? ¿Cuándo y a qué hora
abandonaba el pueblo? ¿Su madre? ¡Ah, su madre! Una vez lo vi sacar una
tortilla de su costal enigmático y comérsela con manos temblorosas; la cabeza
ladeada hacia el lado izquierdo, medio hundida en sus hombros. Cuando notó que
yo lo observaba, me dio la espalda y se hizo pequeñito.
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