12 de abril de 2013

Anchí

Octavio Robleto

Uñas largas y sucias. Pelo largo y despeinado, liso, le caía por los hombros. Apenas dos dedos de frente y una barbita rala en su cara lucia y enflaquecida. Una mirada vaga, indecisa, que provenía de unos ojillos mongoloides. Siempre con la misma ropa, apestosamente sucia y con los traseros defecados. Un costal incomprensible al hombro. Zapatos viejos y rotos con uno diferente al otro. Se acercaba con timidez a las puertas de las casas que en su andar errabundo encontraba abiertas. Se arrecostaba a la pared o, sentado en la acera, se le oía musitar la palabra Anchí. Era lo único que hablaba. Le daban de comer mendrugos, provocándolo para que siguiera su camino. Dinero no aceptaba. ¿Dónde dormía? Yo, niño, nunca lo supe. ¿De dónde provenía? ¿Cuándo y a qué hora abandonaba el pueblo? ¿Su madre? ¡Ah, su madre! Una vez lo vi sacar una tortilla de su costal enigmático y comérsela con manos temblorosas; la cabeza ladeada hacia el lado izquierdo, medio hundida en sus hombros. Cuando notó que yo lo observaba, me dio la espalda y se hizo pequeñito.

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