La
historia la oí referida muchas veces en mi infancia. Era una cuadrilla de
ladrones que se dedicaban a asaltar a viajeros bien abastecidos que se veían
obligados a transitar por caminos solitarios. Solamente robaban, porque aunque
hubiera oposición, por sus principios, descartaban el asesinato. Ya perpetrado
el asalto, se dirigían hacia la sombra de un árbol frondoso y bajo su ramaje
practicaban la distribución equitativa de los bienes robados; tanto al
dirigirse al árbol como bajo su sombra, entonaban la siguiente estrofa que era
como su himno de batalla:
“Lunes,
martes, miércoles tres, jueves, viernes, sábado seis”.
Dichos
versos eran repetidos varias veces, en coro muy animado.
En
cierta ocasión, un hombre que conocía las costumbres de dichos asaltantes, oyó
el tropel que se acercaba por el camino real y ni corto ni perezoso, para
salvar su pellejo, se subió al árbol y se escondió entre el follaje tupido.
Los
ladrones llegaron y a los acordes de su himno procedieron a la distribución de
los bienes robados, mientras tanto, el furtivo oyente, creyéndose merecedor él
también de una parte proporcional sólo por ser observador, dispuso unirse al
coro agregándole un verso al himno establecido, rematándolo con el séptimo día
de la semana y así entonó sin ninguna gracia y para su desgracia.
“Domingo Siete”
“Domingo Siete”
Los
ladrones se sorprendieron de la voz intrusa y tras comprobar su procedencia,
obligaron a bajar al cantor destemplado, lo desnudaron y apalearon, dejándolo
abandonado a la intemperie del campo. El frustrado héroe contó lo sucedido y
para ejemplo y moraleja de los futuros metiches su nombre ha perdurado como
Domingo siete.
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