Mario Arce Solórzano
Cuando
las palabras contenidas en el viento aterricen en tu conciencia sabrás que tu
decrepitud marcó la vida de una inocente criatura. Esas eran las palabras que
como latigazos acudían a su mente, mientras el bastón que sostenía en la mano
derecha temblaba y sólo el recuerdo de unos ojos infantiles, atormentaban su
memoria.
Esta
es la Mariíta, la que me está haciendo brujería, se decía para sus adentros,
sin sentirse culpable de nada. El había tenido los placeres femeninos más
hermosos, las mujeres, nunca fueron su perdición, pero la Mariíta había nacido
en su casa, cuando la empleada de adentro, se metió a vivir con el chofer, que
la dejó embarazada y que le prometió volver por ella y por “el nene”, después
que se fue a Costa Rica a ganar fortuna y para capear el bulto de la
responsabilidad de una hija que nunca conocería.
Por
el periódico supo la Celo, que su prometido hizo lo mismo en aquel país, tan
desconocido para ella como el mismo Pedro Bigote, y lo acusaron de violación,
abuso de confianza y un montón de ticadas, lo llevaron a la cárcel, donde murió
a manos de un matón por haber abusado de un preso homosexual que se regalaba a
todo aquel nicaragüense que caía preso. “La Nica” le decían, los ticos, a la
cárcel y al matón, el “ticonica”.
El
Viejo la chineó, ayudó a su madre al acogerla en su casa como hija de crianza
treinta años antes que naciera la Mariíta, como sólo él le decía. Setenta de
edad tenía el Viejo cuando la Cleo parió. Sin esposa, sin hijos ni parientes,
sin muchos reales y con una finca cafetalera, el Viejo vivía una vida rutinaria
y desconfiada. De vez en cuando se perdía días, la Cleo lo regañaba y él la
miraba con ternura como si estuviera viendo a la criaturita que le enseñó a
leer y a escribir.
Sus
primeras palabras se las había dedicado al Viejo, -taaa-taa-ta-ta- le dijo
balbuceando, mientras él la sostenía entre sus brazos, y la miraba con unos
ojos de adúltera imaginación. Creía mucho en cosas ocultas y tenía una
“Biblioteca Prohibida” bajo una hermosa, llave dentro de una vitrina ubicada en
medio de la estantería de libros.
La
Mariíta mientras crecía, más manoseada era por el Viejo, la inocencia de un
angelito poco a poco iba siendo minada, sin darse cuenta la Mariíta que estaba
amasando una fortuna de dinero y de traumas y problemas psicológicos. Y cada
vez más era atraída por el contenido de la vitrina. La llave no era un secreto,
ella la encontraba sin buscarla y terminaba sentada en el piso, viendo las
imágenes y leyendo los misterios de aquella biblioteca.
Continuamente
la niña padecía de infecciones vaginales y anales, el Viejo la socorría
llevándola a los mejores médicos y compraba sus medicinas, se quedaba a su lado
mientras la calentura le pasaba hasta que la dejaba dormida. La Cleo nunca
sospechó nada (platicaba consigo mismo el Viejo), “a esa mujer no la voy a
desamparar nunca, es sagrada para mí” (con esos pensamientos se consolaba). Su
conciencia de viejo nunca lo dejó dormir tranquilo.
Un
día de invierno, la Cleo agarró una pulmonía que la llevó a la tumba, después
del entierro, el Viejo se dedicó a consolar a la Mariíta que ya estaba
crecidita como milpa que comienza a chilotear. Ese día, el ángel fue convertida
engañosamente en mujer y otro funeral grabó su mente. No fue a la escuela
porque el Viejo fue su enciclopedia, nunca fue la hija de la empleada sino la
“consentida”. Leía cuanto libro el Viejo tenía y compraba, manejaba los libros
de contabilidad y cada cosecha aumentaba en utilidades. Se convirtió a la
muerte del Viejo, en heredera universal de todos sus bienes. Pero ninguna
fortuna podía pagar su inocencia de ángel.
Y
el mismo día que despertó a la pubertad, ese día enterraban al Viejo después de
haber sufrido un paro cardíaco, el viento soplaba fuerte, silbaba con ritmo en
el Cementerio antes y después de la ceremonia fúnebre, nadie lloró al Viejo, ni
los perros ladraron el aullido de la muerte. Ella estaba ahí, junto al féretro,
de pie como todo un militar y mientras el sacerdote hablaba se prometió a sí
misma: “Nunca más me llamarán Mariíta”.
La
jovencita era bella, blanca de ojos verdes, “como el zacate de invierno” (le
había dicho muchas veces el Viejo), esbelta, “como un roble”, su cuerpo “llena
de curvas”, su carácter “templado como la lluvia de invierno”, su voz, “dulce
como la miel de jicote”, su caminar, “como potranca andaluza” y luchaba “como
una fiera” (todas esas frases eran el eco de la voz del Viejo que quedaron
impresas en el viento único vidente y testigo de sus sufrimientos).
Muerto
el Viejo, la venganza saltó en la juventud de la mujer que llegó a ser conocida
como Doña Esperanza. vendió el café, el cafetal y la tierra, se mudó a Managua
y compró un cuarto de manzana en la parte oriental de las afueras de la
capital, la amuralló con tablas de aserradero de los Orozco y construyó un
estanco, una pista de baile y un burdel y le puso por nombre: La Pobrecita.
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