12 de abril de 2013

La pobrecita


Mario Arce Solórzano

Cuando las palabras contenidas en el viento aterricen en tu conciencia sabrás que tu decrepitud marcó la vida de una inocente criatura. Esas eran las palabras que como latigazos acudían a su mente, mientras el bastón que sostenía en la mano derecha temblaba y sólo el recuerdo de unos ojos infantiles, atormentaban su memoria.

Esta es la Mariíta, la que me está haciendo brujería, se decía para sus adentros, sin sentirse culpable de nada. El había tenido los placeres femeninos más hermosos, las mujeres, nunca fueron su perdición, pero la Mariíta había nacido en su casa, cuando la empleada de adentro, se metió a vivir con el chofer, que la dejó embarazada y que le prometió volver por ella y por “el nene”, después que se fue a Costa Rica a ganar fortuna y para capear el bulto de la responsabilidad de una hija que nunca conocería.

Por el periódico supo la Celo, que su prometido hizo lo mismo en aquel país, tan desconocido para ella como el mismo Pedro Bigote, y lo acusaron de violación, abuso de confianza y un montón de ticadas, lo llevaron a la cárcel, donde murió a manos de un matón por haber abusado de un preso homosexual que se regalaba a todo aquel nicaragüense que caía preso. “La Nica” le decían, los ticos, a la cárcel y al matón, el “ticonica”.

El Viejo la chineó, ayudó a su madre al acogerla en su casa como hija de crianza treinta años antes que naciera la Mariíta, como sólo él le decía. Setenta de edad tenía el Viejo cuando la Cleo parió. Sin esposa, sin hijos ni parientes, sin muchos reales y con una finca cafetalera, el Viejo vivía una vida rutinaria y desconfiada. De vez en cuando se perdía días, la Cleo lo regañaba y él la miraba con ternura como si estuviera viendo a la criaturita que le enseñó a leer y a escribir.

Sus primeras palabras se las había dedicado al Viejo, -taaa-taa-ta-ta- le dijo balbuceando, mientras él la sostenía entre sus brazos, y la miraba con unos ojos de adúltera imaginación. Creía mucho en cosas ocultas y tenía una “Biblioteca Prohibida” bajo una hermosa, llave dentro de una vitrina ubicada en medio de la estantería de libros.

La Mariíta mientras crecía, más manoseada era por el Viejo, la inocencia de un angelito poco a poco iba siendo minada, sin darse cuenta la Mariíta que estaba amasando una fortuna de dinero y de traumas y problemas psicológicos. Y cada vez más era atraída por el contenido de la vitrina. La llave no era un secreto, ella la encontraba sin buscarla y terminaba sentada en el piso, viendo las imágenes y leyendo los misterios de aquella biblioteca.

Continuamente la niña padecía de infecciones vaginales y anales, el Viejo la socorría llevándola a los mejores médicos y compraba sus medicinas, se quedaba a su lado mientras la calentura le pasaba hasta que la dejaba dormida. La Cleo nunca sospechó nada (platicaba consigo mismo el Viejo), “a esa mujer no la voy a desamparar nunca, es sagrada para mí” (con esos pensamientos se consolaba). Su conciencia de viejo nunca lo dejó dormir tranquilo.

Un día de invierno, la Cleo agarró una pulmonía que la llevó a la tumba, después del entierro, el Viejo se dedicó a consolar a la Mariíta que ya estaba crecidita como milpa que comienza a chilotear. Ese día, el ángel fue convertida engañosamente en mujer y otro funeral grabó su mente. No fue a la escuela porque el Viejo fue su enciclopedia, nunca fue la hija de la empleada sino la “consentida”. Leía cuanto libro el Viejo tenía y compraba, manejaba los libros de contabilidad y cada cosecha aumentaba en utilidades. Se convirtió a la muerte del Viejo, en heredera universal de todos sus bienes. Pero ninguna fortuna podía pagar su inocencia de ángel.

Y el mismo día que despertó a la pubertad, ese día enterraban al Viejo después de haber sufrido un paro cardíaco, el viento soplaba fuerte, silbaba con ritmo en el Cementerio antes y después de la ceremonia fúnebre, nadie lloró al Viejo, ni los perros ladraron el aullido de la muerte. Ella estaba ahí, junto al féretro, de pie como todo un militar y mientras el sacerdote hablaba se prometió a sí misma: “Nunca más me llamarán Mariíta”.

La jovencita era bella, blanca de ojos verdes, “como el zacate de invierno” (le había dicho muchas veces el Viejo), esbelta, “como un roble”, su cuerpo “llena de curvas”, su carácter “templado como la lluvia de invierno”, su voz, “dulce como la miel de jicote”, su caminar, “como potranca andaluza” y luchaba “como una fiera” (todas esas frases eran el eco de la voz del Viejo que quedaron impresas en el viento único vidente y testigo de sus sufrimientos).

Muerto el Viejo, la venganza saltó en la juventud de la mujer que llegó a ser conocida como Doña Esperanza. vendió el café, el cafetal y la tierra, se mudó a Managua y compró un cuarto de manzana en la parte oriental de las afueras de la capital, la amuralló con tablas de aserradero de los Orozco y construyó un estanco, una pista de baile y un burdel y le puso por nombre: La Pobrecita.

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