Jorge Eduardo Arellano
A Lizandro
No diré mi nombre. James Carson
Jamison lo revela en sus memorias. También habla de mi deslumbramiento por la
Falange Americana, cuyo cuartel era mi hogar. Al toque del clarín y del redoble
del tambor, acudía a la Plaza de Armas. Siempre iba a la vanguardia de las
marchas, con las orejas alertas y la cola estirada, dispuesto a combatir como
el más osado de la tropa. Al retumbo del cañón, saltaba y corría detrás de las
humaredas, hasta las fauces mismas de los enemigos de William Walker. Mi amo.
Otros nicaragüenses también eran sus fieles esclavos: Mateo Pineda en León y el
Cura Vijil en Granada, por ejemplo.
No contaré mis hazañas. Jamison
lo hace. Afirma que estuve en San Jacinto. No es cierto. Fue en la expedición
del cubano Goicuría a Chontales, en abril de 1856, cuando me ofrecí de
voluntario. Yo marchaba al frente, alborozado por la perspectiva de la
aventura. Y derrotamos a los legitimistas en Juigalpa. Siglo y medio después,
un descendiente de ellos justificaría la causa de mi amo en un álbum de
gobernantes. Excepto Jamison y un mestizo de cuyo nombre no quiero acordarme,
todo el mundo se olvidó de mi lealtad a la Falange Americana. Ningún proyectil
perforó mi pellejo. Y nunca volví a mi cuartel con la cabeza gacha y el rabo
entre las piernas.
Yo, el perro filibustero.
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