Mario Guevara Somarriba
El estruendo causado por el correr
de los gatos sobre el techo de metal me sacó de mi estupor.
Era de madrugada, corría viento
helado de diciembre que penetraba por las ventanas abiertas de la sala, pero yo
no sentí frío. Caminé por toda la casa oscura. ¿Buscando qué?. No sé.
Solo caminé y caminé. Aparté las
sillas que podían causar algún tropiezo, cerré las cortinas de las ventanas
principales de un solo manotazo. Cerré bien los grifos para que no gotearan más
y finalmente me fui a los cuartos de los niños para cobijarlos.
Pero, aún sentía que tenía algo
pendiente.
Un murmullo me guió hasta el final
de la casa. Me detuve al borde de la puerta que da al patio y miré mucha luz.
Las conversaciones confusas no cesaban.
Forcé la vista pero era imposible
ver el rostro de aquellas personas, solo se apreciaban luces de diferentes
intensidades y colores escondiendo sus caras.
¡Oooooh por Diooooos…
Son fantasmas en mi patio! -pensé-
mientras caminaba entre ellos, ahora si con desconcierto y mucho miedo.
Logré colarme entre ellos y comencé
a entender sus palabras. Eran oraciones a Dios. Eso me hizo suspirar aliviado.
¡Ufff… por lo menos no se trataba de algo diabólico!.
En el centro de aquella loca
reunión de seres hablantines había una luz más potente que subía sin tener fin.
Ahí empecé a creer que no eran fantasmas, sino seres extraterrestres que
decidían el futuro del universo en el patio de mi casa.
Avancé lentamente hacia la luz
viendo a los seres sumergidos en sus oraciones interminables.
En el centro de la claridad potente
una caja negra alargada. En el interior de aquel cofre personalizado estaba yo
desconectado, apagado, opaco.
Miré hacia la luz y ¡Pum, pum, pum,
pum!…
El estruendo causado por el correr
de los gatos sobre el techo de metal me sacó de mi estupor.
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