Sergio
Ramírez Mercado
Y la vida es misterio, la luz
ciega
y la verdad inaccesible
asombra...
Rubén Darío
—¿Reconoce
el reloj? —preguntó el oficial.
—Claro
que sí, por la pulsera metálica —respondió el denunciante.
Una
bandada de palomas grises salió volando de la copa del guarumo cuando les llegó
la pedrada.
Son
palomas de San Nicolás, Tito, dijo el Jefe, se echa de ver por lo cenizo, y de
nuevo recogió una laja fina y la montó en la tiradora. Pero ya todas las
palomas habían volado.
Luego
tomó del brazo a Tito con la autoridad de que estaba investido, y dijo: ahora
nos toca vigilar la tumba de la momia asesina. Bajaron entonces el barranco. En
lo profundo corría el arroyo casi seco, que desaparecía a trechos para verterse
más adelante en unas pozas cubiertas de hojas de almendro rojas y doradas que
las ardillas apartaban con el hocico para beber.
Tito
escapó de resbalar, pero el Jefe lo sujetó. No tengás miedo, Capitán, ¿que no
sos Capitán? Sí, Jefe, respondió Tito. Y siguieron bajando.
—Una
soguilla de oro con una cruz —leyó el oficial.
—Falta
la cruz —dijo el denunciante.
—De
seguro fue vendida por aparte —dijo el oficial.—
Esa
cruz es un recuerdo de una tía que me quiso mucho —dijo el denunciante.
—Los
ladrones jamás entienden de sentimientos —dijo el oficial.
El
Jefe saltó por encima de la piedra de los sacrificios a la entrada del Valle de
la Muerte, y volaron por encima de su cabeza las faldas de su camisa que no
tenía botones. Tampoco tenía zapatos, y por eso no iba a la escuela. Era alto y
huesudo y los colochos abundantes le caían sobre la cara como a Boy, el hijo de
Tarzán.
Levantó
la losa que cubría el sarcófago de la momia, pero se hallaba vacío. La momia
debe andar vagando a estas horas por el mundo, dijo el Jefe, volviendo a
colocar la losa. ¿Qué manda entonces?, preguntó Tito, golpeándose el pecho con
el puño. El Jefe caviló antes de responder: retírese que deseo meditar.
Tito
obedeció. Los Invisibles vigilaban en torno al Jefe con sus espadas de palo
desenvainadas. Eran cuatro, Or, Tor, Odor y Lotor. Cuando se movían, sus pasos
felinos apenas se escuchaban en la maleza.
Como
pasaba el tiempo y ya empezaba a oscurecer, Tito dio un paso adelante y dijo:
permiso para retirarme, Jefe. Vos sos una niña, fue su respuesta. Es que me
pueden castigar en mi casa, dijo Tito. Lo que andás buscando es que decrete tu
expulsión de la Patrulla del Diablo, amenazó el Jefe.
Tito
palideció. Había jurado fidelidad con sangre frente al trono de la calavera.
Son bromas, dijo el Jefe, nos vemos más noche en el cine. Hoy dan una de Tim
Holt, dijo Tito, con alivio. Conseguí plata para la entrada de los dos, dijo el
Jefe, y lo despidió con un gesto displicente de la mano.
—Un
relicario —dijo el oficial.
—Es
un guardapelo —dijo el denunciante.
—Aquí
lo tiene, sólo que los cabellos no aparecen —dijo el oficial.
—Lo
que más me duele, eran de mi mamá —dijo el denunciante.
—Ésos
sí que no van a poder encontrarse, imagínese —dijo el oficial.
El
tesoro escondido se hallaba enterrado en el parque central, detrás de la
glorieta. Desde el campanario de la iglesia era fácil hacer un plano. Tito
había recibido instrucciones de llevar papel y su caja de lápices de colores.
Olía
a cagada de murciélagos en el campanario, y cuando subían los escalones de
madera comidos de comején, tenían que caminar agachados evitando rozar los
viejos alambres eléctricos desnudos. Se acuclillaron, para observar el terreno.
En una esquina, al costado del parque, estaba la casa de Tito donde su papá
tenía una venta. Enfrente de la venta, a un costado de la iglesia, la casa de
corredor a la calle que antes había sido pensión de tísicos convalecientes,
convertida en cuartería, donde vivía el Jefe.
El
Jefe ya tenía bozo y olía en los sobacos a sudor de hombre. En la mano derecha
usaba un anillo con una calavera en relieve que Tito le entregó como tributo
cuando fue admitido en la Hermandad. El anillo se lo había dejado en empeño a su
papá, por víveres que nunca pagó, un sargento del cuartel vecino hacía años, y
Tito lo robó en secreto del ropero donde se hallaba guardado.
Ahora
era el símbolo de poder del Jefe. La calavera quedaba marcada en la cara de los
rufianes cuando los noqueaba con el puño en las trifulcas a muerte en muelles
de carga, fondas de barrios bajos y bodegas ferroviarias abandonadas.
Anoche
no llegaste al cine, Capitán, dijo el Jefe. Es que me mandaron a hacer mis
tareas, respondió Tito. Vos sos hijo de dominio, dijo el Jefe. Tito sintió que
los Invisibles, que los rodeaban en el campanario, lo miraban con caras de
burla, el cuchillo entre los dientes. Uno de ellos usaba un pañuelo rojo
moteado de blanco amarrado a la cabeza, el otro tenía una pata de palo.
Perdón,
Jefe, dijo Tito. Tendrás una penitencia, respondió el Jefe. Vas a conseguirme
una lata de sardinas, tengo hambre. Tito bajó tan rápido como pudo los
escalones para ir a la venta y buscar cómo robar la lata de sardinas en un
descuido, porque sabía que el Jefe no había almorzado; vivía solo con su papá,
que era hojalatero, y compraban el plato de comida del almuerzo en una comidería
del vecindario, un plato para los dos.
En
la cuartería vivían también un carpintero que fabricaba ataúdes de niño, una
dulcera que amasaba corderitos de pasta de arroz, y una adivina paralítica que
hablaba desde su cama detrás de una cortina. Salvo por la adivina, los demás
inquilinos trabajaban en el corredor, el papá del Jefe sentado en un banquito
soldando cántaros y baldes con una barra de estaño, el carpintero en su mesa,
unas veces clavando y aserrando, otras colocando los morriones de flores de
papel a los ataúdes blanqueados con albayalde, y la dulcera con una tabla en el
regazo picando con unas tijeras los corderitos de dulce para fingir la lana.
¿Y
los Invisibles?, preguntó Tito al volver al campanario. Los mandé a cumplir una
misión peligrosa y lejana para probar su lealtad, dijo el Jefe mientras metía
los dedos en la lata de sardinas abierta a golpes de navaja. ¿Y si desertan?,
preguntó Tito. Entonces, la maldición eterna caiga sobre ellos, respondió el
Jefe, tragando un bocado. Ya sólo vamos a ser dos, dijo Tito. Oyó entonces que
su padre lo llamaba a gritos desde la acera de la venta, pero se mantuvo firme
y se quedaron en el campanario hasta que oscureció.
—Un
sombrero de caballero —dijo el oficial.
—Mi
sombrero de ir a la finca —dijo el denunciante.
—Es
una prenda muy vieja —dijo el oficial.
—Sí,
pero a mí me sirve —dijo el denunciante.
—Aquí
tiene, perdone —dijo el oficial.
En
un claro de la selva izaron la bandera de Los Intrépidos Invencibles y
saludaron con la mano en la sien cuando llegó al tope del asta. Ahora vamos a
jugar bendito-escondido, ordenó el Jefe. ¿Quién va a esconderse primero?,
preguntó Tito. Yo, dijo el Jefe, no me busqués hasta que terminés de contar
veintiuno, sin hacer marrulla.
Tito
se volvió contra el tronco de un ceibo, contó hasta veintiuno con la cara entre
las manos y al terminar de contar se dio vuelta. El Jefe había desaparecido.
Gritó llamándolo, pero nadie respondía en la soledad. Era como estar en el
fondo de una poza de aguas turbias, con la luz de la tarde moviéndose entre los
ramajes cerrados. Entonces se puso a llorar.
—Una
pluma Parker 41 —dijo el oficial.
—Mire,
le rompieron la bomba —dijo el denunciante.
—Es
sólo por hacer la maldad —dijo el oficial.
—Esta
pluma la dejo, no sirve —dijo el denunciante.
—Tienen
que llevárselo todo, después me van a firmar un recibo —dijo el oficial.
Con
vos ya no se puede jugar, Capitán, sos peor que una niña, dijo el Jefe,
saliendo de entre el follaje. Es que desapareciste, dijo Tito. Ése es el juego,
desaparecer, dijo el Jefe. Perdón, dijo Tito, secándose las lágrimas. Lo mismo
decís siempre, mamplorita, dijo el Jefe, pero de nuevo se rió, y propuso: mejor
corramos a la cueva del trono de la calavera. Corrieron entonces tocando música
de guerra con la boca, y traspasaron la cascada que protege la entrada de la cueva.
Capitán,
tengo una notificación que hacerle, dijo el Jefe, muy pensativo, sentado ya en
el trono. Escucho y obedezco, se cuadró Tito. La Hermandad Invencible queda
disuelta, dijo el Jefe. Tito tardó en comprender. ¿Ya no querés ser el Duende que
Camina?, preguntó. No es eso, Capitán, es que parto en busca de una tierra
lejana, respondió. ¿Y el anillo de tu poder? El anillo me lo llevo, dijo.
Yo
me voy con vos, dijo Tito. No, Capitán, tenés que quedarte, respondió el Jefe.
No quiero quedarme, dijo Tito. Conforme el juramento de sangre tenés que
obedecer mis órdenes, dijo el Jefe. Sí, Duende que Camina, respondió entonces
Tito, y golpeó el puño contra su pecho. Los Invisibles quedan para cuidarte, ya
volvieron triunfantes de su misión, dijo el Jefe. Era cierto, habían vuelto. Se
les sentía merodear dentro de la cueva.
—Un
anillo de mala calidad, con una calavera en relieve —dijo el oficial.
—¿Un
anillo? ¿De dónde salió ese anillo?
—preguntó
el denunciante.
—El
ladrón lo llevaba puesto en el dedo, pensamos que era parte del botín — dijo el
oficial.
—Qué
cosas más raras las de la vida —dijo el denunciante.
San José, Costa Rica, 1967/Managua, 2008
No hay comentarios:
Publicar un comentario