Guillermo Goussen Padilla
Venía del departamento de su hijo y no pudo reprimir la
angustia de sentirse sola, incapaz de manejar esas horas antes dedicadas a un
hogar que funcionaba casi con excelencia cibernética, en donde sus miembros
siempre correspondieron a lo que signaban las buenas costumbres, moldeados por
la ternura y la eficiencia de una niña convertida en mujer, que nunca supo
cuándo pasó de la casa de muñecas a la residencia de Paseos de Taxqueña. Un
destino sin solución de continuidad al que, sin embargo, jamás pudo
controvertir, porque le fue dado con naturalidad: un esposo ad hoc, maduro y
comedido, con quien procreó dos hijos antes de que la angina de pecho le
impidiera tocarla, y finalmente lo llevara al camposanto.
Marina no desmayó con la pérdida; por el contrario:
obtuvo buen provecho de la pastelería que el difunto le testó, administrándola
con la misma diligencia con que llevaba el hogar. Marco Antonio y Elisa eran lo
que toda madre anhelaba que fueran sus hijos: bien parecidos, buenos
profesionistas, con excelente sentido del humor y recientemente se habían
casado con las personas idóneas.
La tarde coqueteaba con la noche en un juego melancólico
de despedida pastel, a veces violentada por rayos furtivos que huían de las
ascuas del poniente. La ciudad entraba en su caótica "hora pico" y la
gente confluía en las esquinas buscando un colectivo. Marina se sintió ajena a
la urgencia cotidiana. Su auto, libre el pedal del acelerador, se deslizó
lentamente hasta el paso de peatones. Desde el cristal pudo ver la ansiedad de
las demás mujeres, y comprendió que ésa no era la suya, que su mundo hecho no
era compatible con la pena y tristeza anónimas, que trotaban sobre zapatos de
suela sintética tras la premura vuelta vértigo en cada microbús atestado de
usuarios.
Cuando lo miró supo que él no traía prisa. Estaba entre
la gente sin contaminarse por el tráfago. Le sonrió apenas estirando sus bien
delineados labios y levantó el dedo pulgar, como quien pide un aventón. Fue un
instante, milésimas de segundo, en que se obedece al "por qué no" y
la mano aprieta el interruptor que abre la puerta como por arte de magia.
-Hola, gracias... Hoy es viernes y las placas de mi
coche terminan en cero... Qué fastidioso resultó ser esto del "Hoy no
circula"... Me llamo Sergio Pietrasanta, voy hacia Insurgentes, ¿y tú?
-Marina Galindo- vio de reojos el traje de lino color
perla, el cuello celeste de la camisa, perfectamente anudado por una corbata de
seda roja-. No acostumbro subir a extraños a mi auto... Pero usted se ve
decente...
-Gracias por el cumplido... De vez en cuando hay que
dejar que lo fortuito realice su mejor jugada... Ya ve, me ha permitido
conocerla- sus largas y crespas pestañas le dieron, en su movimiento, mayor
vida a aquellos ojos negros que no dejaban de mirarla.
- No sé qué responderle... Me siento como la jovencita
que ha hecho su peor travesura y, ahora, no sabe cómo salir de ella...
- Es muy fácil... En Insurgentes, donde piensa dejarme,
hay un bar. Por lo general, tiene música de piano y se puede charlar... ¿Qué me
contesta? Otra vez ese instante en que no se permite el titubeo, y se toma la
vida por el lado más amable, que posibilita escuchar al hombre atento, crítico de
arte, que tiene una galería en Reforma y un mundo en donde las vivencias
armonizan con una cultura hecha para verterse en la copa de vino, como los ojos
se aposentan en el labio de suave carmín obligando a que resurja la coquetería
antaño olvidada, mientras el piano realiza su labor celestinesca y lleva al
roce de las manos, a la caricia que pasa como una pluma sobre el rostro
chapeado por el fermento de la uva.
Cuando se metió al baño del hotel se le vinieron a la
memoria las largas noches de insomnio, en esa cama cuyas sábanas ardían,
quemándole la entrepierna, mientras el difunto la miraba con tristeza
resignada, esperando la muerte salvadora. Luego vendría el olvido que el
pretexto coloca en la educación y la vista protectora, incansable hasta que los
hijos salen en la crónica social del periódico Novedades, con el gesto
ufano de una madre que los ha entregado en matrimonio del mejor modo posible.
Pero la vida obliga a continuarla viviendo, y es cuando
la soledad busca acomodo bajo el pubis y ni el Prozac es capaz de calmar el
ansia que se desborda en la vida nocturna de una ciudad llena de hombres
huérfanos de caricias. Marina ha sufrido el calvario de preguntar, canción
sonera a modo de coro griego, en dónde están los amantes, “que los encuentro
galantes/ con su trova fascinante/ y yo los quiero conocer...” Mientras lavaba
con dolor la última gota espuria del bellaco que se vino en ella, con prisa y
sin decirle adiós, dejándola en un cuarto, de madrugada, cuando se da la fuga
de los advenedizos.
El cuento interminable, que comienza en fin de semana y
se arrepiente en la muerte-culpa que lleva al acto de contrición. Hasta que se
grita el ¡basta!: por un enclaustramiento renovador o un viaje propiciatorio
que la llevó a Juchitán de Zaragoza, con la viejecita Na Emilia, chamana
zapoteca que, luego de leerle la suerte y darle algunas recomendaciones desde
su experiencia matriarcal, terminó diciéndole: " Has de encontrar al
hombre que sea todos los hombres. Ya está destinado, sólo falta que tú te prepares
para su llegada".
Hubiera recordado cada palabra dicha al conocerlo, la
mirada confiable pero no ausente de lujuria, los silencios concupiscentes que
los llevaron hasta la cama de un hotel verosímil. Pero no, sólo le importaba
recrearse cabalgando en ese embone cóncavo-convexo que los llevó, cuantas veces
ella quiso, a la sinérgica explosión, esa que la obligó a gozar con el dedo
apretado entre los labios para no subvertir el orden indolente de las mujeres
mal amadas.
Luego, en el descanso necesario, ver cómo su cuerpo,
piel de cordero cubierta por el satén moreno de Sergio, era recorrido por besos
peregrinos que encontraban un oasis en cada lunar, cada venita y hoyuelo que
los movimientos de sus piernas y tobillos provocaban. En fin, sentirse deseada,
sin el pesar de la despedida porque, como Aura, su amante regresaría
cada vez que ella lo convocara.
Así lo creyó frente al espejo de su cuarto, mientras las
comisuras de los ojos dejaban asomar unas arrugas ya inocuas por la fuerza de
las caricias. Giró frente al cristal y pudo notar que su cadera, hacía poco
lamida con fruición, armonizaba con su figura: se sentía espléndidamente
bonita.
Iba a apagar la luz pero recordó que necesitaba
desvestir al muñeco de tez morena y traje color perla, que sonreía en una
esquina de la mesa de noche. Las instrucciones de Na Emilia eran precisas:
debía vestirlo de acuerdo con el tipo de pareja que Marina soñara. Sería el
mismo amor, pero su actividad, conocimientos y vivencias variarían cada vez que
ella lo cambiara de ropa.
UN PAR DE GAZAPOS: NO CIERRA UNOS GUIONES DE DIÁLOGO Y AL FINAL DEBE DECIR ROPA.
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