25 de enero de 2016

A la prueba me remito


Fernando Centeno Zapata
 
CABO GARCIIAAA —gritó el ordenanza desde la puerta del cuartel—, aquí una mujer quiere verlo.
Del interior llegó una voz ronca y áspera: QUE PASE. Y pasó la mujer acompañada de una muchacha que cifraba entre los 16 y 17 años.
 
—Señor Comandante, le dijo la mujer, al tiempo que tiraba con su mano derecha a su hombro izquierdo, una punta de su rebozo, yo vengo para que se me haga justicia.
 
El Cabo García, que simulaba escribir una nota sobre una mesa que le servía de escritorio, sin alzar la vista y sin volver a ver a la quejosa, contestó malhumorado:
 
—Hable que la escucho y me lo dice en cuatro palabras.
 
La mujer habló —mi hijita, mi comandante, mi hijita, es víctima de una calumnia, ese desgraciado hijo de la Juana Renca y del ladrón de su querido, anda diciendo en todo el pueblo que se ha acostado con mi muchachita, y eso no es cierto, no es cierto. Mi muchachita, y no es que yo lo diga, no ha tenido hombres, si es la que me ha salido más honrada, pues que las otras, qué se yo de ellas, pero de ésta sí y no voy a permitir que ningún desgraciado barra con ella las calles del pueblo.
 
El Cabo García dejó el lápiz y dirigió la mirada sobre la muchacha. Esta bajó la cabeza. El Cabo la recorrió de arriba abajo, era bonita, bien formada, bajo su blusa un poco desteñida, se asomaban sus senos ansiosos de emprender el vuelo. La muchacha, como si sintiera el calor de la mirada del Cabo, no subía la vista, no hacía ningún gesto; sólo sus dedos, como avergonzados, trataban de encontrarse y sus labios temblaban al morderse entre sí nerviosamente.
 
El Cabo, cuando hubo terminado de examinar a la muchacha, se dirigió a la madre y le preguntó con intención maliciosa:
 
—Y qué: ¿qué quiere que haga yo? ¿Qué pruebas tengo yo para asegurar que su capullito es una virgencita y que no se ha acostado con el hijo de la Juana Renca? ¿Qué prueba me da —le repetía con dureza—. ¿Quiere usted que yo meta al muchacho en la chirola y que en después a mí me hagan el clavo?
 
La madre volvió a ver a la muchacha y esta volvió a ver a la madre, como para pedirle su consentimiento; luego habló:
 
—A la prueba me remito, para eso usted es la autoridad, le repuso la madre con cierto timbre de orgullo, lo que yo quiero es...
 
El Cabo no dejó que la madre ofendida terminara de hablar.
 
—A la prueba me remito —le dijo—, ya veremos...
 
La mujer buscó en su rededor un lugar para sentarse. A pocos pasos del escritorio del comandante, estaba un taburete, allí tomó asiento, se cruzó los brazos y sin moverse, en aquella actitud estoica, esperó el resultado de la prueba.
 
El cuartel, que daba a la plaza, formaba también parte del edificio principal de la ciudad. Por una puerta y dos ventanas entraba hacia el interior del edificio la radiante luz del trópico. Una de las piezas del cuartel servía de despacho al Comandante, la otra de dormitorio para la guarnición que no pasaba de tres alistados, más al fondo estaba la covacha del Comandante y un poco más adentro la celda en la que se metía a los malhechores y picaditos domingueros.
 
El Cabo ordenó a los alistados que habían presenciado la escena, que salieran de su despacho. Cuando se vió solo, la mirada a la muchacha y con un gesto indicó que lo siguiera. La muchacha volvió a ver a la madre y la madre con otro gesto le dio su aprobación.
 
El Cabo entró a la covacha, tiró un par de botas que estaban sobre el catre, recogió una ropa sucia y la tiró al suelo, tomó otra ropa planchada y la puso sobre un cajón, luego sacudió la frazada. La frazada era su orgullo, lo había acompañado durante su vida de soldado y la cuidaba más que a su revólver. La muchacha le seguía con la mirada y esperaba sumisa la orden del Comandante.

El Cabo, cuando hubo tenido limpio el lecho se sentó para quitarse los zapatos, luego se puso de pie para desvestirse hasta quedar desnudo. La muchacha no se movía. Él la tomó del brazo, intentó quitarle el vestido, pero la muchacha se opuso y así con todo y ropa se acostó. La muchacha no reía, ni lloraba, ni se ruborizaba o a lo mejor lo estaba, pero su color no le permitía el lujo de exteriorizar sus sentimientos.


El Cabo se arrojó brutalmente sobre la muchacha, la muchacha quiso gritar pero el cabo le puso la mano sobre la boca, eso fue todo. La muchacha se levantó, se bajó el vestido, con la manga de la blusa se restregó unas pocas lágrimas que a la fuerza le habían salido de los ojos y salió de la covacha.
 
El Cabo, viendo su frazada manchada de sangre, sólo se le ocurrió exclamar: ¡JODIDO! esta hija de puta ya me manchó la frazada y ahora sin agua en este maldito pueblo. Indignado y furioso echando rayos y centellas se vistió a toda prisa.
 
Cuando la madre vio llegar a la muchacha se puso de pie y le preguntó: YA..., y la muchacha le dijo que sí con la cabeza.
 
—¿Y QUE DIJO? —le volvió a preguntar la madre, la muchacha se encogió de hombros.
 
Cuando el Cabo llegó, la madre de la muchacha le quedó viendo con una mirada escrutadora, como queriéndole decir: ¿Y AHORA QUE ME DICE SU AUTORIDAD?
 
El Cabo, con voz áspera y ronca, gritó para que alguien le oyera:
 
—A capturarme a ese hijueputa hijo de la Juana Renca y me lo ponen a lavar mi frazada.

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