25 de enero de 2016

El sargento

Fernando Centeno Zapata
 
EL SARGENTO esperó que la gente estuviera dormida, que la plaza se llenara de sombras, que la torre de cal de la iglesia se hundiera en el silencio, que todo ruido callara.
 
Sólo quería oír bien claro el reloj de la torre. Era un reloj extraño que repetía las horas, como cuando el alma repite los remordimientos. El reloj dio las doce. A los cinco minutos volvió a repetirlas. Las doce campanadas tenían un sonido agudo, punzante, y por algún tiempo quedaron colgadas vibrando en el espacio.
 
El Sargento dejó de pasearse, estaba nervioso, tembloroso, como gato asustado. No había dormido esperando esa hora, no pudo dormir. Los celos que sentía por Juan Emeterio le hacían mantenerse en pie.
 
Se oyó una voz que dijo: “Ya es hora Sargento”
 
¡Mejor que no hubiera llegado esa hora!
 
El Sargento ordenó: Saquen al reo...
 
Y sacaron a Juan Emeterio, o mejor dicho, sacaron un bulto que llevaba las manos atadas, amordazada la boca, sin camisa, descalzo; sobre la frente unas quedejas donde ya se le había cuajado la sangre. Los ojos ya no eran ojos y por ellos se le escapaban los gritos.
 
Las calles de la ciudad estaban tétricas, oscuras; por algunas ventanas semi-abiertas se colaba la tibia luz de una vela. El cielo estaba hosco. Una estrella solitaria, insignificante, denunciaba que había cielo; no soplaba viento y los árboles estaban inmóviles, como soldados presentando armas.
 
El reo caminaba empujado, los soldados le iban volando. La calle era larga. La única calle del pueblo.
Un soldado iba adelante, se asomaba a los claros de las avenidas, y luego daba orden de seguir; el Sargento iba detrás y daba la orden de partir. El reo tropezaba con las piedras, pero a fuerza de puntapiés lo hicieron llegar a la orilla de la alambrada de púas que rodeaba el cementerio. Un perro aulló y luego el aullido, como un cuchillo de espanto, partió en dos el silencio de la noche. Las tumbas se crecieron y las cruces abrieron aún más sus brazos angustiados.
 
Cerca del cementerio, estaba el “matadero”, la patrulla dio un rodeo para no oír el lastimoso grito de un degüello.
 
¡El Sargento podía arrepentirse!
 
Se oyó el disparo, un disparo seco y largo que se desenvolvió como un hilo de metal profundo, y se prendió en la noche y se amarró a la profunda oscuridad. Un disparo tan fino que llegaba a las alcobas de los soñolientos habitantes, abrieron estos los ojos, no oyeron otro, y siguió el sueño.
 
El reo cayó en la fosa como pudo, sin hacer resistencia, y como cayó lo dejaron y así le echaron la tierra.
 
El Sargento ordenó que la patrulla se reconcentrara al cuartel.
 
El más joven de los soldados lloraba.
Cuando cayó el primer aguacero, la tierra se hundió en la fosa, y tierra y cuerpo dibujaron la silueta de Juan Emeterio. Había caído arrodillado.
 
El pueblo se persignó frente al difunto, el cura le echó agua bendita, volvieron a rellenar la sepultura, y le pusieron la cruz.
 
El Sargento fue transferido.
 

No hay comentarios:

Publicar un comentario