I
EL VIEJO
Chente en la puerta de su rancho se rascaba el pensamiento con los dedos de la
imaginación, y su imaginación como un vehículo desbocado, seguía rodando por el
desfiladero impreciso de la duda...
El rancho
se inclinaba sobre el hombro del viejo y el viejo se inclinaba bajo el peso del
rancho. Algunas bocanadas de sol denunciando el día, se metían ya entre los
árboles. Estaba amaneciendo. Cuando el viejo Chente bostezaba le salía humo por
la boca.
Sobre un tapesco: Claro, Nicolás, Tránsito, y Chentío, comenzaron a desperezar sus miembros, como un gran pulpo que se estira y que se encoje, después de digerir la presa del sueño.
Sobre un tapesco: Claro, Nicolás, Tránsito, y Chentío, comenzaron a desperezar sus miembros, como un gran pulpo que se estira y que se encoje, después de digerir la presa del sueño.
La
Tránsito, escarbaba la ceniza para encender el fuego y con el fuego encender el
puro. Por las mechas colgantes del rancho goteaba el sereno. Llegaba
imperceptible el líquido rumor del río. Temblaba en los cristales del aire el
canto alegre de los pájaros. Reía la soledad del llano.
Chente y
sus hijos eran “rilleros”. Tiraban las pozas de los ríos y tras el tiro tiraban
el cuerpo al agua. Los cuerpos salían derritiendo agua y de las manos
derritiendo peces. Esa era la tarea de todas las semanas. Chentío era el único
que no se tiraba al agua; se quedaba afuera y se encargaba de amontonar y
seleccionar los peces a medida que iban saliendo;
Laguneros-Mojarras-Barbudos-Guapotes, todos los iba colgando de la vara, y
cuando los hombres salían, ya sólo era de cargar, y viaje...
La mujer
en el pueblo vendía los pescados. Los de mejor precio eran los laguneros, le
seguían los guapotes y en tercer término estaban los barbudos. Las mojarras
tenían muchas espinas. Con una “vendida” a la semana tenían para el resto de
los días, que los pasaban sin hacer nada, simplemente monteando o visitando los
ranchos vecinos, que como su rancho alineaban su pobreza de basura con una
indiferencia extraña.
Chentío
era el único que no salía de su rancho, o mejor dicho, sólo se atrevía a ir al
rancho más cercano, el de los Pérez. Allí iba a jugar con la Micaila, otra
chigüina que como él no arrimaba a los trece; pero la Micaila era avispada e
inquieta y ya se le veían sombras de sexo jugueteando en su débil cuerpecito.
Ellos
jugaban con una inocencia campesina, sencilla como el valor de los pájaros, o
como la caída de una hoja, pero jugaban, y sin que nadie los cuidara, porque
eran chigüines, se iban a bañar al río. Los chigüines comenzaban por
desvestirse sin malicia. Luego se volaban arena. La Micaila se corría, la
seguía Chentío; después tomaban agua de la corriente y se pringaban. Entonces
sus cuerpecitos se estremecían, se recogían como un suspiro, y para no sentir
frío, se tiraban al agua.
Con arena
se restregaban el cuerpo, ella a él le hacía cosquilla en la espalda, y él a
ella, le pasaba las manos por los senos que apenas se asomaban con timidez
nerviosa. Los días corrían como el agua, sin detenerse, sin pensarlo. El viejo
Chente y sus hijos seguían tirando pozas y la mujer vendiendo los pescados en
el pueblo.
Venía la
Cuaresma. El viejo Chente estaba cebando para ese entonces la poza del “Mata
Palo”. Se iba oscurito, llegaba sin hacer ruido y comenzaba a silbarle a los
peces: fuuuuuuus fiiiiís, fuuuuuuus, fiiiiís y luego le tiraba la ceba:
pedacitos de rana, mazamorras, pescado seco, guayaba mascada, a la guayaba no
le hacían mucha entrada. Los peces con el silbido se dejaban venir y el viejo
Chente abría los ojos de tanta hermosura. Era una poza rica en guapotes y
laguneros, él ya casi los tenía contados, ¡y la poza estaba tan escondida entre
las ramazones que nadie se había fijado en ella! El viejo Chente calculaba que
con “aquello” comería por lo menos un mes, y que todavía tendría para vender.
Era allá
por el mes de marzo. El viejo Chente, previendo que los peces se fueran
buscando el lago, porque ya la poza se estaba secando, le había hecho su
“tapón”, en fin, todo estaba listo para el gran día. Sus hijos no se imaginaban
siquiera aquella “guaca”, y, cuando el viejo les llamó para que se alistaran
porque iban a tirar la poza, ellos seguían estirando sus miembros como un gran
pulpo después de digerir la presa del sueño. El último en levantarse fue
Chentío, había llegado muy noche.
A las
sombras mañaneras se juntaron las sombras alineadas del viejo Chente y sus
hijos; primero cruzaron el llano, luego la montañuela y al fin llegaron. En
silencio se sentaron esperando que aclarara un poquito más, siempre las orillas
de los ríos son perezosas en levantarse. Claro alistó la candela para hacer dos
tiros, era ésta siempre la tarea de Claro; Nicolás partió un tuquito de mecha y
le puso el fulminante, ésta era siempre la tarea de Nicolás; Tránsito y
Chentío, cebaban la poza y el viejo Chente se preparaba para el tiro.
Todos se
desnudaron. El viejo Chente tomó el medio tiro, le puso el tizón de su puro y
se oyó un BOOOOOOmmmmmm, hueco y seco, vieron voltearse las primeras sardinas;
dejaron que saliera un poquito de humo del agua, para evitar el dolor de cabeza
que da la dinamita, y se lanzaron. Minutos después sacaron las cabezas, tomaron
“juergo” y volvieron a hundirse.
Los peces
les pasaban por las manos, por los ojos, se les restregaban en el cuerpo, pero
no podían atraparlos: estaban vivos, muy vivos... Salieron de la poza
jadeantes. Sin hablar, el viejo Chente, tomó el otro tiro, le puso el tizón de
su puro y se oyó una nueva detonación. BOOOOOOmmmmmm. Nuevas sardinas se
voltearon, y ahora tras el BOOOOOOmmmmmm, que se oyó más hueco y más seco, se
lanzaron al agua.
Pero los
peces esta vez estaban más vivos, se burlaban de ellos, se dejaban agarrar y
luego les saltaban de las manos. El viejo Chente atrapó un lagunero “madre”,
pero también le saltó golpeándole la cara. Volvieron a salir jadeantes y
cansado. No hablaron.
Chentío
hacía rayas en la arena. El viejo Chente no dejó que se vistieran. Desnudos los
puso en fila, tomó su cutacha y les dijo:
“Más de
alguno de ustedes tiene mujer preñada y agora me van a decir la verdá o los
mato a todos”, y blandió la cutacha. Chentío, que hacía siempre rayas en la
arena, salió a toda carrera sobre el tambor del llano….
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