25 de enero de 2016

El señor alcalde improvisa un discurso

Fernando Centeno Zapata

TENIA más de diez años de ser Alcalde del pueblo. Llegó a ser Alcalde porque era buena gente, y el vecindario, que le conocía desde muy atrás, firmó actas y más actas, hasta que lo nombraron Alcalde. No sabía firmar el nombramiento, pero sabía poner una “X” y eso era suficiente.

A los 30 días de haber tomado posesión de la Alcaldía, recibió la primera invitación para asistir con sus hombres al Congreso Nacional donde se discutiría una ley muy importante sobre la profilaxia, y él tenía que ir para defender los derechos de sus conciudadanos.

Fue entonces cuando se dio a hacer un esmokin negro, y así con esa indumentaria asistió al Congreso. Cuando regresó a su pueblo, llegó con el esmokin puesto y un periódico en donde había salido retratado. Era de los primeros de la barra.

Y el esmokin, desde aquella época memorable, sólo salía para fechas solemnes: entierros, velas de amigos y funciones en la iglesia.

El Alcalde, en los diez años de estar con aquel cargo, había aumentado unas 30 libras, pero el esmokin era el mismo. No había perdido tampoco su color porque no había tenido para qué lavarlo.

Así llegó el señor Alcalde a la vela de su compadre Chente acompañado de su comitiva, saludó a todos los presentes, se dirigió al lecho donde estaba estirado el cuerpo, levantó el pañuelo que le cubría el rostro, retrocedió un poco, se volvió más sereno, como era costumbre en casos semejantes dijo algunas palabras que nadie las oyó y volvió a taparle la cara.

La Juana Sánchez estaba lista para llevarlo a la mesa que se había reservado para el señor Alcalde pero él prefirió antes de ir a sentarse, porque sabía que si se sentaba difícilmente se volvería a levantar, hasta que lo llevaran cargado, decir unas cuantas palabras en memoria del difunto.

—Juana —llamó el Alcalde, dirigiéndose a la Juana Sánchez—, necesito un taburete o una banca fuerte para treparme a hablar.

—Aquí la tiene señor, ¿otra cosa? —contestó la Juana, al instante.

—Un trago Juana.

—Aquí lo tiene señor, ¿otra cosa?

—Otro trago Juana.

—Aquí lo tiene señor, ¿otra cosa?

—No, con eso tengo.

El Alcalde, en sus viajes a la capital, había aprendido mucho o mejor dicho había oído muchos discursos, y él, naturalmente, poco a poco se fue quitando el miedo, pero en el pueblo oír hablar al señor Alcalde era algo extraordinario.

Subido el señor Alcalde en el taburete, que había sido colocado frente al difunto, se estiró un poco la levita, tosió, volvió a ver de reojo a todos los veleros que se habían arrimado para escucharle y, señalando al difunto con el índice quedó así, como si hubiera entrado en profunda meditación: ¿Cómo comenzar aquel discurso? Él había hablado en cabildo abierto muchas veces y sabía que allí se comenzaba diciendo “Queridos Conciudadanos”; había hablado para los del campo y usado: “Queridos Compañeros”; había hablado para los cuatro obreros y artesanos del pueblo, y comenzando; “Camaradas”; había una vez ofrecido una copa de champán en el club del pueblo a un personaje que llego a visitarle, y le había dicho: “Ilustrísimo Señor Diputado”, pero ahora la cosa era distinta, tenía que quedar bien con el difunto, y con los amigos del difunto, y lo más delicado aún, no resentir a las mujeres del pueblo que estaban llorando a Chente.

Por fin, dándose cuenta que en aquella posición de espera, había pasado varios minutos, comenzó:

“Querido hijo —señalando siempre al difunto—. Así quería verte”. —Recogió el índice con violencia, se cruzó las dos manos sobre el pecho, de la fuerza que hizo tronó el esmokin, abrió luego las manos violentamente, y siguió su discurso dirigiéndose al muerto.

“Allí está Chente Cruz, vos Juana lo conociste, dicen que uno de tus hijos es de él, vos Pancho, también fue tu mandador; vos comadre Rosa, por él te dejó tu hombre; vos Nicolás dicen que fuiste el de la herida, aquella herida que le dieron en la nalga, y que nadie supo quién había sido, en fin todos conocimos a Chente Cruz; gozamos en las velas con sus chiles, ahora estamos gozando de su vela. Así es la vida, él nos desvelaba con sus serenatas y nos ponías arrechos cuando andaba picando pero Chente Cruz era un hombre bueno, bueno como este pueblo, y aunque era liberal, era ante todo, hijo de este pueblo.

Bueno, agora ya está muerto. Que descanse el pobre Chente.

¿Cómo murió? Por bruto. ¿Quién lo mandó montar el toro más bravo que nos mandaron de San José? Naide.

¿Quién le dijo que lo montara? Naide.

¿Quién puso en duda su valentía, como para que el bruto demostrara lo contrario? Naide.

Pero ya murió y que Dios lo tenga en sus manos. Ois Chenté: que Dios te tenga en sus manos.

Agora todos vamos a beber; ¿por qué? porque él también bebió por nosotros, y nosotros los del pueblo así pagamos.

Aquí falta mucha gente a quien Chente le hizo favores. ¿Por qué no han venido? porque son hipócritas. Prefieren estar en la iglesia golpeándose el pecho y confesándose con el Cura que estar acompañando al difunto.

Chenté, ¿me estás oyendo? Peor para vos. ¿Sabes lo que estoy diciendo? que la niña Jacintita, la Esmeraldita, la Esmeralda y los otros más debieron estar aquí, con vos, porque vos los serviste a tiempo. Vos sabes porque te digo esto, ¿Verdá que sabes Chenté?

Bueno, compadre Chenté, aquí estamos los que estamos, ya te dije estas cuatros letras, hoy voy a beber hasta cagarme, por vos, por que fuiste un buen amigo, un buen compadre, un compañero, un camarada como dicen en la capital.

Siento tu partida, mi corazón me está golpeando el pecho; quisiera llorar Chente por tu ida, pero los Alcaldes no lloran. Que lloren los demás, tienen que llorar por vos porque fuiste un buen hombre con las mujeres, con la Juana, con la Tránsito, con la Pola, con todas, y también un buen hombre con los hombres. Un buen amigo.

Si Chente, abrí los ojos, y verás que todas están llorando tu partida; que la Pola se ha atacado. Que dichoso sos Chente, que has venido a morir a tu pueblo”

El Alcalde calló de pronto, luego con toda ceremonia continuó:

“En nombre del pueblo, te doy el pésame y te declaro nuestro huésped de honor. He dicho”.

El pueblo aplaudía y aplaudía y se oyeron algunos “Viva el señor Alcalde”. “Viva el señor Alcalde”.

“Viva el mejor orador de la comuna. Vivaa”.

El señor Alcalde dio un salto del taburete al suelo, buscó a la Juana y le dijo cuando la vio llorando;

Dejate de chochadas Juana, por eso no se llora, traeme un trago.

Aquí lo tiene señor, ¿otra cosa?

Otro trago Juana. Y te vas a atender al cura que ay viene.

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