Fernando
Centeno Zapata
Con la noticia de la defunción de Chente, la primera en llegar fue la Juana Sánchez.
Era la primera en llegar a todas las velas del pueblo. Ya se tratara de un
muerto rico que de un muerto pobre.
Cuando el
muerto era un rico, la Juana Sánchez era la primera ayudante en la cocina;
cuando se trataba de un muerto pobre la Juana Sánchez se encargaba de todo:
recibía a la gente, la acomodaba, mandaba a prestar bancas, los taburetes, las
mesas, mandaba a todos sus hijos a hacer la invitación para la vela, y ella
personalmente, se encargaba de andar de casa en casa, para alistar al difunto.
Para la
Juana Sánchez aquello era una profesión que la había heredado de sus
antepasados. Toda su familia se recuerda en el pueblo: su madre, la Antolina;
su abuela, la Petrona; todas tenían esa fama, pero como la Juana Sánchez, no
había otra en sus antepasados. Eso lo decían las más viejas del pueblo y a la
verdad que tenían razón.
Esta
maravillosa mujer era la única en su género; mientras las dueñas del muerto
lloraban su desamparo, ella alistaba la vela; mientras los gritos desgarrados
de los familiares ponían torozón en el pecho de los veladores, ella animaba a
todos con su energía; mientras todos los ascendientes y descendientes del
difunto entraban en desafíos plañideros, ella, aquella estoica mujer, anda de
arriba abajo, preguntando a los veleros si se sentían contentos.
Cuando la
Juana Sánchez sabe que Chente ha muerto, deja todo lo que tiene que hacer, ella
jamás tenía nada que hacer, y le ordena a sus hijos: “Vayan mis hijos a invitar
a los vecinos, ya saben cómo tienen que decir”. Y los hijos menores que eran
cuatro, el menor ocho años, se dividen la tarea y van de casa en casa:
—Buenas
noches don Vicenté, dice mi mamita que ya murió el difunto Chente, que lo
espera para la vela.
Y don
Chente responde: —Cómo no mijo, hay llegamos.
—Buenas
noches ña Paulitá, dice mi mamita que ya murió don Chente, que le invita pa la
vela y que si tiene un cafecito que lo lleve.
—Bueno
mijo, poray llegamos.
—Buenas
noches don Alcaldé, dice mi mamita que no se olvide llegar temprano, que ya
murió el difunto.
—Ta bien
mijo, decile que ya me alisto.
—Buenas
noches don Pancho, dice mi mamita que como usté fue patrón de Chente, que no se
olvide de mandar alguna cosa.
—¿Que ya
murió pues?
—Sólo una
vez don Pancho.
—Poray
llego, pues.
Y así,
casa por casa los hijos de la Juana Sánchez iban haciendo la invitación para la
vela del difunto, tan luego que hubieron terminado de recorrer hasta el último
rancho, se regresaron al velorio.
La gente
estaba llegando poco a poco, la Juana Sánchez se había hecho dueña del muerto,
ella se encargaba de recibir a los vecinos y acomodarlos, los vecinos, sin
saber por qué, le daban el pésame al entrar: “Siento mucho Juaná por la muerte
del difunto...
Y ella
contestaba: “No hay de qué mialma. Gracias compadrito”.
Cuatro
candiles de carburo iluminaban la vela, y a la orilla del muerto varios cirios
proyectaban la luz sobre su rostro.
Con las
primeras del pueblo que llegaron, la Juana Sánchez organizó la vela.
—Vos hacés
el café, pero un poco ralo para que nos ajuste; vos, atendés al Alcalde cuando
venga y a los que vengan con él; vos cuando venga el cura me llamás; vos, te
pones a rezarle, que te ayude la Chepa y la Toña; vos me vas a conseguir leña;
vos me repartís el guaro y yo me quedo en la puerta a recibir lo que manden.
¿Estamos?
Todas
menearon afirmativamente la cabeza.
—Pues al
grano, pues.
Comenzaron
a llegar las primeras ayudas.
—Buenas
noches ña Juanita, aquí manda mi madrinita este pan para el difunto.
—Muchacha
bruta, para la vela.
—Y dice
que le mande el azafate.
—Buenas
noches ña Juanitá, aquí manda mi papacho este café para don Chente.
—Muchacha
ijuepuerca, se dice para la vela.
—Buenas
noches, ña Juanitá, aquí manda este guaro para los veleros, y dice mi papacito
que le mande la botella.
—Que viejo
más pinche, este jodido, sólo que el guaro me lo eche en el culo...
Y así la
Juana Sánchez estuvo recibiendo toda la noche los presentes que enviaba el
vecindario y haciendo la debida repartición; sus hijos eran los ayudantes a
quienes ordenaba:
—Ve Juan,
llevá esto a la cocina.
—Pedro
esto llévalo para la casa, pero que no te vellan.
—Vos
Cletó, llévale esto a mi comadre Moncha y que me lo alce, que ella ya sabe. Y
cuidado con irlo destapando, que te mato.
—Vos
baboso, andá decile al Alcalde, que ya hay bastante gente que lo estamos
esperando.
—Comadre
Elvirá —le gritó a la cocinera—, no me reparta nada hasta que llegue el Alcalde.
Dígale a la comadre Pola, que si el difunto quiere más velas que le ponga
otras, debajo de su cabeza está el paquete que mandó la niña Jacintita.
—Ta bien
comadre, agora voy.
—Comadre
Juliá, venga a estarse un rato al recibo, que quiero ir a rezar un rato, pero
me avisa cuando llegue el Alcalde.
Antes de
ir a rezarle al difunto, la Juana Sánchez hizo un recorrido por la vela.
—Cómo va
compadre, ¿le van ganando? Ah compadre, Ud. ya no tiene ojos para ver ese par
de ases.
—Comadre
bruta, ya me echó a perder mi juego.
Seguía a
la otra mesa, después de dejar rabiando al primer compadre.
—¿Y cómo
va ese toro rabón, muchachos?
—Pregúntale
al coime ña Juana.
—Haber
esta jueventú, de qué se está riendo tanto.
—La
Micaila, ña Juana, que nos acaba de contar un chile, que es para miarse de
risa.
—Bien,
bien, las velas son para gozar, en cuanto rece vengo pa que me lo cuenten a mí.
—Si ña
Juana, venga, no se olvide de nosotros.
Y las
risas juveniles de aquel grupo de muchachas se confundían con el lúgubre rezo
de la rezadora, ésta era la única, que a juzgar por la apariencia, tomaba la
cosa en serio.
A las
nueve en punto de la noche, llegó el Alcalde acompañado del señor juez, del
Síndico Municipal y de los principales del pueblo.
Cuando el
Alcalde llegó toda la gente se levantó, la Juana Sánchez, que estaba junto al
difunto, ayudada de la rezadora, levantó al muerto un poquito para que viera
que su vela iba a ser con Alcalde
y que
saludara a la autoridad.
El Alcalde
correspondió aquel saludo del difunto Chente con una respetuosa reverencia.
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