Fernando
Centeno Zapata
“Los soles” estaban tan bajos que la tierra ardía como un mechero. La tierra
grietosa no aguantaba más, y abría sus profundas heridas de barro. Por esas
heridas respiraba un baho caliente.
Un pochote
solitario se afanaba en darle sombra de esqueleto a un borrico, que se
espantaba “la calor” con las orejas; por los ojos le salía la morriña. El
borrico tosía y babeaba como un motor en ruinas; su cabeza, un péndulo sin
norte, por los hijares le sudaba la tristeza.
Los
conejos, inquilinos morosos de los matorrales, veían pasar el correo transeúnte
del viento, que les dejaba noticias de angustia. Por entre las negras heridas
de las grietas los corales, hembras y machos, pintados de arco iris, bebían sol
por la hojita menuda de su lengua mortífera.
Las
arañas, pulpos de negro barro que no llegaron a la costa marina, espiaban los
cascos de las bestias. Allá, en el altito, se planeaba la quema. El viento
soplaba de Sur a Norte y la emoción dormía tranquila en el pecho de los
quemadores. El sol dolía la cabeza y nublaba la vista. El sol caía
perpendicularmente y se bajaba por la savia de los árboles a quemarle sus
raíces.
Era el
momento: el viento fuerte, sol caliente y el monte seco, ardiente, tostado, con
sed y calor en sus hojas y temblores en su cuerpo. Los hombres que llevaban un
tizón de ocote, con un canario de fuego en la punta, comenzaron a picotear el
monte con la llamita, y el fuego corría y ellos también corrían por la amplia
ronda; se encontraron en el extremo opuesto y dando un rodeo bajo el humo,
regresaron al altito.
Su primer
“tarella” había terminado. Agora ispiaban. Desde el altito vieron la silueta
del borrico: era el mañoso, el rompe cercas, el animal del vecino que no tiene
ni pá reí y tiene demonio dañino. El borrico, como un tirabuzón de nervios,
quería meterse en el corazón del pochote.
Mientras
los quemadores “chileaban” el fuego tronaba, bramaba, quebraba los arbolitos
tirándolos a su terrible hoguera. Las llamas corrían como locas, brincaban,
saltaban, volvíanse para atrás a buscar nuevas víctimas; en las hondonadas
sonaban sus terribles matracas de hojalata y subían a los árboles altos por los
secos bejucos a buscar los nidos de los pájaros.
Los
murciélagos volaban y caían como pájaros ahumados, y los pájaros caían y
volaban reventando luciérnagas en el aire. Las columnas de humo eran blancas,
negras, azules y se hacían nubes rojas en el cielo.
El pobre
borrico corría sin Norte, como alma que se le lleva el diablo, ardía como un
rancho de paja, saltaba como una liebre y chillaba como una mona herida;
brincaba, pateaba, hacía maromas de trapecista en el aire, y por último, pegó
la cabeza en la cerca del alambre y se deshizo en brasas.
Los
quemadores rieron a carcajadas. La huerta quedó como un carbón inmenso. El
fuego puso fuego a las viejas rencillas del vecino, quemándole parte del
chagüite. La quema había terminado. El sol bajábase por la escalera de la
tarde, hundiéndose en la roja piscina del crepúsculo. Carne de conejo asada
comieron aquel día sin joderse.
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