25 de enero de 2016

La quema

Fernando Centeno Zapata

“Los soles” estaban tan bajos que la tierra ardía como un mechero. La tierra grietosa no aguantaba más, y abría sus profundas heridas de barro. Por esas heridas respiraba un baho caliente.

Un pochote solitario se afanaba en darle sombra de esqueleto a un borrico, que se espantaba “la calor” con las orejas; por los ojos le salía la morriña. El borrico tosía y babeaba como un motor en ruinas; su cabeza, un péndulo sin norte, por los hijares le sudaba la tristeza.

Los conejos, inquilinos morosos de los matorrales, veían pasar el correo transeúnte del viento, que les dejaba noticias de angustia. Por entre las negras heridas de las grietas los corales, hembras y machos, pintados de arco iris, bebían sol por la hojita menuda de su lengua mortífera.

Las arañas, pulpos de negro barro que no llegaron a la costa marina, espiaban los cascos de las bestias. Allá, en el altito, se planeaba la quema. El viento soplaba de Sur a Norte y la emoción dormía tranquila en el pecho de los quemadores. El sol dolía la cabeza y nublaba la vista. El sol caía perpendicularmente y se bajaba por la savia de los árboles a quemarle sus raíces.

Era el momento: el viento fuerte, sol caliente y el monte seco, ardiente, tostado, con sed y calor en sus hojas y temblores en su cuerpo. Los hombres que llevaban un tizón de ocote, con un canario de fuego en la punta, comenzaron a picotear el monte con la llamita, y el fuego corría y ellos también corrían por la amplia ronda; se encontraron en el extremo opuesto y dando un rodeo bajo el humo, regresaron al altito.

Su primer “tarella” había terminado. Agora ispiaban. Desde el altito vieron la silueta del borrico: era el mañoso, el rompe cercas, el animal del vecino que no tiene ni pá reí y tiene demonio dañino. El borrico, como un tirabuzón de nervios, quería meterse en el corazón del pochote.

Mientras los quemadores “chileaban” el fuego tronaba, bramaba, quebraba los arbolitos tirándolos a su terrible hoguera. Las llamas corrían como locas, brincaban, saltaban, volvíanse para atrás a buscar nuevas víctimas; en las hondonadas sonaban sus terribles matracas de hojalata y subían a los árboles altos por los secos bejucos a buscar los nidos de los pájaros.

Los murciélagos volaban y caían como pájaros ahumados, y los pájaros caían y volaban reventando luciérnagas en el aire. Las columnas de humo eran blancas, negras, azules y se hacían nubes rojas en el cielo.

El pobre borrico corría sin Norte, como alma que se le lleva el diablo, ardía como un rancho de paja, saltaba como una liebre y chillaba como una mona herida; brincaba, pateaba, hacía maromas de trapecista en el aire, y por último, pegó la cabeza en la cerca del alambre y se deshizo en brasas.

Los quemadores rieron a carcajadas. La huerta quedó como un carbón inmenso. El fuego puso fuego a las viejas rencillas del vecino, quemándole parte del chagüite. La quema había terminado. El sol bajábase por la escalera de la tarde, hundiéndose en la roja piscina del crepúsculo. Carne de conejo asada comieron aquel día sin joderse.

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