21 de enero de 2016

Los chingos

Fernando Silva.

Me parece que eran ocho días los que llevábamos de lluvia y esa mañana apenas había salido el sol un ratito par el lado de la montaña.
Ocho días de lluvia y el río llenaba y llenaba.
-¡Qué vendavalito, Maitro Chón! -le grité desde la ventana de mi casa al viejo de enfrente que estaba allí afuera.
-Pero ya tronó, ahora en la madrugadita. De aquí, de este lado del Sur -me contestó levantando sus brazos.
-¡Qué ya tronó! -le repetí.
-Sí, del sur. Eso es seña que ya va de viaje el temporal -me gritó.
Desde mi cosa estaba viendo pasar el río turbio, rojizo, sucio. Se oían las correntadas que bajaban de la montaña. La neblina espesa arropaba los árboles que apenas se veían como unos borrones. Soplaba un viento sur frío, y se sentía el olor de la humedad.
Unos golpes dados ligeritos en la puerta de atrás me hicieron que me apeara de la ventana y ya corrí a abrir. Memi, el hijo de casa de donde las Gutiérrez, que era como de mi edad, estaba allí remojado y temblando de frío.
-Vistes? ¡Se hogó el yanque! -me gritó apurado.
-¿Se hogó?
-Te estoy diciendo ai iba el bote volado sin nadie y hasta que se pegó en el banco de donde la Jarquín. Así está ya de gente.
Yo jalé la puerta, me quité la camisa para no remojarla, y ya me fui en una sola carrera con Memi, brincando por los charcos.
Era verdad como me dijo Memi, ya había un montón de gente en la casa de donde la Jarquín. Tenían amarrado un mecate al tronco de un níspero que hay en el patio, allí a la orillita, y un marinero que iba agarrado a la zoga se iba metiendo contra la corriente que se le hacía un remolino en la cintura.
El guardia Luis González daba órdenes. Con un garfio el marinero quería traerse el bote que estaba pegado. El hombre se metió un poquito más, ya el agua le llegaba hasta el pecho y él levantaba los brazos. Nadó un poquito entonces y ensartó el chunche en la cadena del bote, entonces se vino para afuera y de allí jalaron el bote entre todos.
Era un bote nuevo, pesadote, que todavía se le veían los suelazos.
Estaba casi lleno de agua y sólo había una palanca adentro.
-¿Por ande sería? -le pregunté yo al guardia.
-Por los Chingas -me contestó.
Memi y yo nos volvimos a ver. Los Chingas son unos cacastes de piedra que quedan orillados frente a frente de la bocana del Santa Cruz, y como allí coge fuerza la corriente, se hace chiflonada. Más afuera es bien pesado el río, y por eso, cuando uno va de subida se pasa por allí palanqueando por el canal. Todavía seguía lloviendo, no era tan fuerte, pero de la montaña se cernía una silampa y estaba todo encapotado el cielo.
Todo mundo estaba alborotado con la noticia del hogado. Memi y yo nos habíamos trepado a un galerón viejo que servía de bodega en la propia cabeza del raudal.
Debajo de nuestras canillas que teníamos guindadas, subidos donde estábamos en una solera, pasaba el río sucio, lento y espeso.
Desde allí divisábamos las negras cabezas de la gente que se iba a agachar para ver el bote que había aparecido aquella mañana río abajo.
-¿Onde tenés tu bote? -me preguntó Memi.
-Por la Comandancia -le contesté.
-¿Vos tenés palanca?
-Sí.
-Entonces yo voy ir a traer el canalete.
¿Y para dónde es que vamos? -le pregunté.
-Pues a los Chingos, a buscar al hogado.
El guardia González venía chapaliando agua en media calle con la palanca del bote aparecido y un poco de muchachos venían a la orilla siguiéndolo.
Seguía siempre lloviendo. El paisaje parecía un espejito empañado.
Alguna que otra garza sentada en un tronco y sólo se oía el ¡juáaaaa! de las correntadas bajando.
Como el río se pone bien fuerte con la llena, nosotros nos fuimos orillados. Memi llevaba el gobierno y yo me jalaba abierto con fuerza para no pegarnos.
-¡Ai ta un tronco! -le grité a Memi. Ya no era tiempo, nos encaramamos de viaje que casi nos damos vuelta.
Estuvimos así hasta que nos zafamos para atrás.
A cada rato nos encontrábamos con troncos que teníamos que ladearnos mucho volándonos con fuerza.
Nosotros conocíamos bien todos esos lados, pero con la llena se vienen los troncos que se arrancan en los paredones, en los encharcados o bien otros que se desgajan porque la lluvia les va aflojando las raíces.
Seguíamos subiendo. A cada ratito cogía el guacal para achicar, porque el bote tenía carcomida la punta y le entraba el chorro cada vez que dábamos el envión.
-Va venir más agua, éhéee -me señaló Memi, para arriba que estaba subiendo un nubarrón.
-Mejor nos metemos en esos guabos -le dije.
-Volate pues, duro -me dijo Memi, mientras refundía el canalete con fuerza.
Así en un momentito nos metimos bajo las ramas gachas de un guabo y yo me agarré de una rama gruesa.
En eso ya comenzó a caer la lluvia otra vez. Se oían sonar duro las gotas sobre las hojas. Así estuvimos esperando un rato hasta que arraló.
Volvimos a salir y seguimos dándole. Ya estábamos llegando a la punta del tablazo grande. Memi se paró y cogió la palanca para girse empujando de los gamalotes. En cuanto no más dimos vuelta divisamos los Javillos copudos que quedan a la orilla de los Chingos.
Nos hicimos un poco afuera, pero volvimos a orillamos porque la corriente estaba bien fuerte y el río hasta que se veía pajita.
Ya estábamos llegando a los Chingos. Yo cogí otra vez el guacal, cuando me quedé fijo viendo un bulto que se movía sobre el agua. En eso se ladeó el bote en la empujada y le grité a Memi.
-¡El yanque! ¡Ai ta el yanque! ¡Allá ehé! Yo estaba viendo al yanque agarrado a unas raíces con su cara roja.
-¡Ay!, ¡Ay! -se quejaba el yanque.
-Todavía está vivo! -me gritó Memi que le temblaban las canillas.
-Sí, si está vivo -repetí yo.
Entonces nos empujamos duro. Memi se enconchó sobre la palanca empujando con toda su alma. Entonces yo le pasé al yanque la oreja del canalete y él se agarró duro. Vine yo y lo quise aguantar, pero se me resbaló el pie de como estaba de nervioso y me vine al agua de cabeza.
Hice un esfuerzo dejando a la corriente que me cogiera de lado y rass me empujé hasta dar con el yanque que ya se iba hundiendo, le caí encima y lo pesqué de la comisa sacándole un poco la cabeza al aire, entonces el yanque se me agarró como loco.
Memi!, ¡Memi! -le grité yo.
Memi estaba gritando también a unos huleros que venían cerca por allí en sus botes.
Memi estaba cogido de una rama y me estaba echando el bote para donde estaba. Yo tenía el pie metido en un gancho que me estaba matando y apenas me sostenía el cuerpo un tronco viejo.
Memi me ladeó un poquito el bote, entonces me agarré de la mura, pero como era tan celoso el bote y le hicimos mucho peso, se fue llenando el condenado y Memi se tiró al agua. Lo ví todavía cómo lo arrastraba la corriente. El yanque pesaba una barbaridad, ya estaba yo todo entumido, entonces me desesperé, me entró el calambre, se me oscureció la vista y ya no supe.
Hasta que llegaron los huleros que había llamado u gritos Memi y que me sacaron afuera con el yanque que estaba como muerto. Yo solo estaba aturdido con un dolor bárbaro en el pie, pero el yanque estaba malo. Allí estuvieron los huleros haciéndole un poco de cosas hasta que revesó.
Gerad Arthos, se llamaba el yanque, era uno de esos canaleros y mucho bebía.
Después de la desgracia que le pasó, la gente del Puerto lo convencieron y entonces él se bautizó.
El yanque no hallaba que hacer con nosotros.
Eso fue como viernes, el lunes muy de mañana se fue para los Chiles y allí cogió un avión.

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