7 de enero de 2016

Del hedor de los cadáveres

Sergio Ramírez Mercado

La música de marchas fúnebres ejecutadas al amanecer por todos los rumbos de la ciudad y el murmullo de gente que cruzaba por las calles obscuras, rezando en coro para dirigirse a las iglesias que doblaban sus campanas, anunciaron que había muerto en palacio la madre de S. E.
   
La República se sumió en el luto y ondeó un mar de banderas a media asta durante todos los días que el cuerpo yacente y vestido con ropas de ángel fue paseado en una urna por los parajes de la ciudad, sin que se hablara en definitiva de su entierro. Hasta que S. E. anunció que no sería nunca sepultada, pues permanecería a su lado como siempre, acompañándole a toda hora en las ceremonias, en las audiencias, en las recepciones, las paradas militares, y en cualquiera de los oficios gubernamentales.
   
Al principio pareció sencillo, a los ayudas de cámara, vestir el cadáver para cada ocasión y sentarlo debidamente apuntalado a la diestra de S. E.; pero al poco tiempo el hedor era terrible, pues los procedimientos de embalsamamiento eran aún muy precarios en la República.
   
En los banquetes de gala las damas se tragaban el vómito por el terror de ofender al mandatario que impasible seguía con la cabeza los compases de la música de cámara que amenizaba las comidas, y los caballeros, como era uso en palacio, ofrecían a la anciana el mejor bocado de su plato. Los embajadores estaban obligados a hacerle siempre el besamanos, aunque al tomarle los dedos enjoyados se quedaran con partículas de piel verdosa entre los suyos.
   
La matrona, con un velo sobre el rostro, asistía serena­mente al proceso de su putrefacción, ajena al envenenamiento del aire, escuchando con su oído rígido la pastoral conversación del Nuncio Apostólico de Su Santidad y las galanterías del Embajador de Francia, recostada en su silla de oro.
   
Llegó el día en que las doncellas aplicaban directamente el carmín sobre los huesos de sus mejillas descarnadas y cubrían el cabello desteñido y reseco con una peluca dorada, dejando sus brazos tiesos en un ademán de perpetuo saludo.
   
Para el tiempo en que de nuevo los toques de vacante sonaron en todas las iglesias anunciando la muerte de la Primera Dama de la República, ya los ministros, embajadores y demás dignatarios estaban perfectamente acostumbrados al olor de la carroña y a los gusanos que tranquilamente se arrastraban por sus platos y subían por sus copas.
(Tropeles y Tropelías, 1971)

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