Sergio
Ramírez Mercado
La Primera Dama,
gorda y frondosa, vestida de raso y su vientre fijo dentro del corsé, salía
todas las tardes a su paseo montada en el landó presidencial, un vehículo con
su techado dispuesto en nave, sus vidrieras de estilo ojival, los ángulos
rematados en frondosos penachos de plumas negras, con sus escaupiles en oro
plateado, yendo lentamente por las calles polvorientas como una capilla
rodante.
A un toque de prevención que la guardia
presidencial hacía valer con sus lanzas, todos los viandantes debían quedar de
cara a la pared, los vecinos acerrojar sus puertas, clausurarse los comercios,
los caballeros bajarse de los caballos y dar la espalda, los vendedores
ambulantes dejar sus ventas y los mercaderes de paso sus mercancías.
A nadie fue permitido mirar el paseo de
la dama, conducida a paso lento por una cuadriga de bestias blancas, rodando
por el poblado en silencio, sólo el rudo taconeo de las botas militares en las
aceras o el llanto de un niño tras un postigo cerrado, sofocado prontamente por
su madre.
La Primera Dama, envuelta en sus gasas y
hundida en los acolchados de terciopelo, miraba al mundo con sus ojos de
pescado, la papada sudorosa, el carmín chorreando por sus mejillas, sofocada
por el calor de la tarde, en el aire inmóvil de un día de lluvia sin lluvia.
El paseo terminaba frente al palacio
presidencial ya en el crepúsculo y cuando el viento traía una esencia sutil de
azahar. El término era anunciado por un toque de corneta que hacía volver a la
capital lentamente a sus quehaceres y los comerciantes sacaban de nuevo a la
calle sus telas y abalorios.
Durante años, este fue el paseo de la
vaca muerta, como se le llamaba detrás de las puertas cerradas.
(Tropeles y Tropelías, 1971)
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