Rodrigo Peñalba Franco
El bosque de metal o enredadera de concreto nace en
los rieles de la estación de metro. Veinte millones de personas se ignoran
entre sí y apenas se conocen, cada uno conectado a un SONY Walkman que lo
acompaña. Los rascacielos tapizados de neón, colmenas antisísmicas de cristal,
compiten unos contra otros. Al nivel del suelo ya no sale el sol, sino el neón.
Un jardín de piedras está siendo cultivado en la
cima de una torre. El ritmo de las turbinas de los aviones acelerando y
desacelerando en sus rutinas de despegue y aterrizaje sobre la bahía (el clima
dispone una concha acústica de cielo nublado). Los granos de arenas alineados
en flujos dibujan recuerdos de barrios de pescadores a las orillas del Sumida,
cerca de la bahía, doscientos años atrás, en Edo. La vieja ciudad se fue
haciendo pequeña, muy pequeña, incendiada en mil novecientos veinte tres, luego
bombardeada, mil novecientos cuarenta y cinco. Hoy la antigua rivera es
subsuelo, parqueo subterráneo. Son doscientos años de vida, y todavía no se
acostumbra esta mano a la realidad. La vida es eterna, pues nunca se deja de
vivir. Y por qué se vive eternamente, le sufrimos eternamente, pues jamás nos
comprendemos. No se comprenden los recuerdos lavados por años, los actos que
hicieron rodar las cabezas y quemar las villas, ni se entiende que la misma
mano que blandió el metal apaciente a las piedras. En las aguas intentó lavar
la mancha; ilusión. Las vidas de tantos, años acumulados de experiencias que no
sucedieron, le fueron dadas a esta mano, para uso propio. Y no puede morir,
jamás, mientras no viva tantos años como los que detuvo a otros de vivir.
Engañado por su vanidad se ofreció como mercenario en las batallas de la
restauración, cavando con su propia paga el castigo que carga. Ya son dos
centurias, y no se acostumbra. Los días no significan nada, son gotas en el
tiempo que le queda por delante. Los años no le son referencia. Los años no le
dicen, excepto, el año que mató a su padre. Todo lo demás es sucesión de
sombras en el recuerdo. En ocasiones estas sombras regresan y caminan sobre la
arena. Las huellas delatan el acto. Cuando duerme su cabeza sueña, recuerda,
con las vidas de los muertos. Recuerda otras infancias y otras tragedias.
Conoce los fantasmas que le habitan. Sabe que no es inmortal, que ha de morir,
y que morirá en el anochecer del primer día de su año mil doscientos cuarenta y
cuatro, a la misma hora en que su mano penetró carne con muerte por primera
vez.
En él habitan las memorias de un comerciante
portugués, de cuando éste jugaba en Lisboa y perseguía a su primera novia por
el puerto saltando de muelle en muelle y de las cantinas contiguas a la aduana;
de las noches que pasó en Bahía, Brasil, y los negocios con la venta de
esclavos. Revive la llegada al país y del día que el portugués le conoció en su
oficina en el puerto, frente a la bahía de Edo. Partía ese día el portugués
hacia Macao, y cuando abandonaba el lugar un sonido seco entró en su cuello
haciendo girar la cabeza por el suelo. Tiene la memoria de una mujer que vio el
asesinato del lusitano, de cuando ésta fue madre por primera vez, y con el
recuerdo también heredó el cariño por el infante que fue dejado huérfano. De
los ojos de ella guarda la imagen de su hijo llamándole con insistencia para
despertarle en vano. El comerciante portugués traía armas para un señor feudal,
asunto que no les pareció a otros terratenientes de la zona. De la mujer se
sabe que era sirviente del lusitano y testigo del asesinato, muriendo al día
siguiente.
Tiene la memoria de un ronin, hombre sin amo pero
gobernado por el código de moral. Los recuerdos de los días de juventud, cuando
fue entrenado por un viejo maestro en las montañas, de la noche que le asistió
en el suicidio ritual, del respeto que le tenía. De cuando ya no fue necesaria
más para servir y fue dejado sin amo, y de la vergüenza de rodar por el mundo
sin un hombre a quien servir, de la fatiga, y de la noche que le encontró y
escuchó el mismo sonido seco entrando en su humanidad. No dio batalla suficiente
el abandonado, ahora el abatido. El enfrentamiento sucedió un bosque de cerezos
en flor, el silencio, y la mancha de sangre en el suelo reflejando nada. Por
ésta víctima pagó un rival de su antiguo amo, quien deseaba saldar cuentas.
Presente está en sus sueños el miedo y angustia que
inspiraba en sus víctimas, pues en ocasiones puede verse a sí mismo actuar como
máquina de muerte que rompe en los sueños de otros mientras duermen y reciben
un solo corte que finiquita la cuestión. Se da cuenta de las personas que no
entienden que han muerto, sino minutos después que lo han hecho, de la
sensación de miedo y frío que les roba el cuerpo y separa el alma. Estos que le
recuerdan así, eran inocentes que estaban en lugar errado en hora fatal.
Kenichi Gaki el mercenario entraba a robar casas o realizar trabajos
personales, persiguiendo sin clemencia a la víctima, muchas veces muriendo esta
ahogada en su propio pánico antes que en la espada. En estos casos robaba para
su propia sobrevivencia, no por encargo.
En los recuerdos de su padre se encuentra a sí
mismo como ser extraño. Su padre murió por la espalda, así que no tiene la
imagen de sí mismo asestando. Mientras cenaba tomaba un vaso en su mano. Lo
llevaba hacia su boca cuando el metal llegó y heló la carne. El brazo rígido se
agitó dejando caer el vaso y se apoyó con la palma sobre el suelo, sudando al
ánima que parte y abandona al cuerpo como lastre, saco de carne sin brillo en
la mirada. El punto de apoyo cedió y la masa orgánica no se movió más. Por la
sangre de su padre aceptó el pago de parte de un antiguo amigo del mismo,
motivado por un amor no correspondido en juventud, el señor Oni.
El padre de Kenichi fue la primera de las almas
tomadas. El señor Oni, en su juventud, se interesó en el padre de Kenichi, pero
éste no le correspondía, por lo que le aplicó un encanto invocador de los
asuras del naraka, el averno, espíritus de malicia. Varias tardes compartieron
juntos en los baños termales en donde el padre de Kenichi llegaba a descansar.
El encanto sobre el padre de Kenichi le provocaba entrega inmediata a los
calores del bello joven Oni, pero éste encontró un día la verdad sobre Oni por
lo que le recibió por última vez en las aguas termales, ya libre del encanto, y
le arrancó los labios con los dientes, deformándole el rostro al bello Oni. El
señor Oni cubre ahora su rostro con un velo que oculta la mandíbula amputada de
labios, dientes expuestos que dibujan el hueco que tiene como boca. Su
conciencia hecha rostro.
El señor Oni no olvida. Años después, cuando
conoció a Kenichi, aplicó otra magia sobre el mismo para que se deshiciera de
su padre. Con una espada dada por Oni, Kenichi fue convencido por encanto de
liquidar a su padre, creyendo que éste le quería matar antes. Cuando le atacó
por la espalda en la noche, despertó del domino y se dio cuenta del error, por
lo que regresó al señor Oni y tomó su vida por igual, pero Oni dejó en su lugar
el conjuro que le condenaría a Kenichi a vivir tantos años y recuerdos en igual
suma a los que tome de sus víctimas. Los sueños que se tornan pesadilla en la
mente de Kenichi son especialmente los que toma de la memoria del señor Oni, de
las múltiples maldiciones que ha ejecutado, de las almas que ha envenado, de
los sonidos del agua en las fuentes cuando estaba con su padre perdidos en
ardores de carne, leche y agua termal sobre la piel de Oni.
De ahí en adelante abandonó su camino y siguió en
la vida por tierra hostil y seca, aceptando cuanta moneda hubiera por la vida
de cualquiera. Era el modo de vida propio del tiempo, pues quien no mata muere,
pero quien mata muere por dentro. Kenichi muere cada día, agonía prolongada, el
inmortal apelando un fin que huye cada vez que desenvaina.
El último de quien sacó los años y memoria fue un
soldado de ocupación nacido en New York, llegado con la dimisión del emperador.
Con sus años de vida tomó los recuerdos de la bahía de Manhattan, del ferry a
la sombra de Liberty Statue, de las noticias expuestas una vez por semana en el
cinema a donde iba acompañado por sus padres, del miedo que tenía de entrar
sólo en los barrios de afroamericanos, de los anhelos y fiesta de despedida
cuando fue enviado al frente en Oceanía, de la primera vez que hirió con arma
de fuego, del honor de liberar al mundo civilizado de las infames fuerzas del
mal que formaban la triple alianza, y de la angustia de dos brazos cerrándose
como candado en su cuello asfixiándole hasta la extinción. Kenichi tomó esta
vida por instinto, reacción natural de encontrar a alguien sólo en un callejón
de lo que antes fue Edo, escenario recurrente.
En el jardín las pisadas dibujan fonemas sobre la
arena. Entre las reminiscencias propias como los de los espectros que le
habitan Kenichi Gaki el mercenario divaga por odios y ternuras ajenas,
confundido en los caminos de muchas infancias que le forman ahora. Todas las
vidas que resume en su existencia fueron tomadas por sed, pero el dinero no
compensa la pena de continuar su vida. Morir le parecería una bendición, pero
la muerte no le es extraña, la tiene tan presente en su perpetuación que no
sabe si ya está muerto y que sólo continúa un estado de suspensión, el trámite
de purgar su existencia de faltas. No sabe si desear la muerte es correcto,
pues puede ser que ya lo esté y que lo ignore. No le toca juzgar tal asunto.
Es 1986. Los sueldos por sus trabajos le han
convertido en un jubilado que vive de los intereses. La vida social de la época
es armoniosa, similar a la de un hormiguero. En su jardín sobre la cima de un
rascacielos se añeja cumpliendo la pena, escuchando a los pasados, limpiando
las huellas en la arena, alejado de las preocupaciones del mundo, de la
confusión de urbanismo que se desarrolla por perfección de la técnica. Gaki
Kenichi se convirtió en Gaki Sennin, mitad ánima del infierno, mitad gran
hombre de la montaña de concreto. Ahora es un hombre paciente, y debe serlo
para poder escuchar a todos los pasados que viven en él. Pasados que rondarán
hasta la noche del primer día del año mil doscientos cuarenta y cuatro. Es
Sennin, pero no descansa. No puede.
En ocasiones escucha a su padre. No le es fácil
recibirlo. Se maldice por las maldiciones, y maldice a su padre. Desearía
enterrar su espada como pala por en medio del pecho de esa ánima, extraer el
corazón y triturarlo hasta dejarlo como carne molida, alimento de cerdos. Pero
no puede. Y sin embargo, recibe a su padre, mil doscientos cuarenta y cuatro
años lo hará.
De día extraña al bosque. De niño corría río arriba
hasta las colinas a cazar cigarras y luciérnagas. Él sabía encontrar sus nidos
por la tarde, logrando quedarse con ellas hasta la noche, cuando regresaban a
sus casas y las soltaban dentro de un cuarto, quizás sesenta, otras veces cien,
otras veces más, pero nunca trescientas cigarras y luciérnagas.
En ocasiones no volvía a la casa, dormía en el
bosque, en una pequeña gruta, tras un campo de castañas. Se quedaba viendo una
fuente termal fluir por horas, bajo la luz de la luna. Con un palito jugaba
haciendo figuras, borrándolas luego con un pie. Tras él, un poco más adentro de
la gruta, pasantes se escondían a esperar el día en refugio seguro. A él le
ignoraban en su lugar, ido entre las líneas que dibujaba. Ke Ni Chi. Dibujaba
su nombre, y lo borraba. Ke Ni Chi es borrado.
Una noche fue interrumpido en su trance. Un grito
vino del fondo, dejando salir una figura negra que corría como sombra
perseguida por el sol al atardecer, larga en sus pasos. Detrás salió
tambaleante una figura desnuda de rostro herido. Le faltaban los labios,
dientes blancos manchados en rojo reflejando la luna como las fauces de un león
escupiendo magma. Era un color rojo tan fuerte que parecía brillar por sí
mismo, como volcán ardiendo de noche.
Era él, viendo a Kenichi esconderse tras una roca.
Kenichi se recogió lleno de espanto. Él partió, dejando que la cabeza del muchacho
hiciera todo el trabajo por eliminar esta visión de su memoria; pero no pudo.
Libro de cuentos Holanda /1ª.
Edición/Managua 2006
Seria interesante analizaran estos cuentos para facilitar el estudio de los jovenes, no hay analisis de los cuentos de este autor,
ResponderEliminar