21 de enero de 2016

El Sultán

Fernando Silva

Sultán! ¡Sultán!. Amigó, me arreya ese perro? -gritó el muchacho encaramado en la puerta vieja que daba al callejón.
-Fíu Fíu -lo chifló enseguida
El perro estaba pegado a la pila del corral y placa, placa, bebía el agua con su rosada y larga lengua, descansó un momento y levantando la cabeza se voltió para donde el muchacho.
-¡Sultán! ¡Sultán! -lo volvió a llamar.
El perro le meneó la cola y enseguida se volvió a pegar al agua.
Los perros bravos de la finca olieron al otro perro que estaba bebiendo en la pila y se despidieron de donde estaban echados, latiendo. El Sultán los vio venir y miedoso pegó un brinco a la pila subiéndose con el rabo entre las piernas y erizo.
-Brr, Brr -los gruñó.
El muchacho estaba montado en la puerta sostenido con los pies en las reglas y se empinaba para ver los perros. Uno de los furiosos animales había alcanzado  morder al Sultán y el pobre dando alaridos alzaba una pata que se lamía.
-¡ Rafai! Ei, Rafail! -llamó de adentro el viejo mandador.
-Qué fue? -contestó otro muchacho que estaba por allá regando unos palos.
-¡Tirale unas piedras a esos perros!
-Qué? -le preguntó el muchacho que no le había oído.
-¡Que apedriés esos animales! -le repitió
Allí donde estaba el muchacho se agachó, pepenó un tuco de teja y haciéndose para atrás, les tiró la piedra que fue a rechinar contra la pila. El perro dio otro alarido y los perros bravos más se acaloraron.
El muchacho caminó más para delante, alzó otra piedra más pesada, pero en eso vio al otro muchacho que estaba subido en la puerta.
-¡Eih -le gritó, de tu casa es ese? –señalándole al perro que estaba en la pila.
-Si -le contestó el otro afligido.
Y para qué andás trayendo perros?
-Es que me vine corriendo un conejo
-¡Rafai! -gritó otra vez el viejo.
-Que dice -le contestó el muchacho.
-Que no te dije que callaras esos animales?
El muchacho se quedó un ratito pensando y volviendo a ver al otro le dijo:
-Andate vos para que te siga.
-Bueno -dijo el otro apeándose de un brinco de la puerta, recogió la gorrita que se le cayó al bajar, caminó para el cerco, se agachó debajo el último hilo de puás y corrió llamando al perro.
-¡Sultán! ¡Sultán!
El perrito se angustió más, solito entre los perros bravos. Cuando el muchacho vio al otro que iba en carrera, entonces se acomodó bien la piedra en la mano y se la boló con fuerza al pobre perrito que le dio en el lomo botándolo de la pila y entonces le cáyeron encima los otros perros.
-¡Sultán! Sultán -gritó por allá el otro muchacho, y se quedó después parado viendo a ver si divisaba al perrito.
El viejo sé levantó de donde estaba.
-¡Bravo León! ¡Bravo León! ¡Jo! -gritó regañando a los perros que entonces dejaran al perrito.
El muchacho estaba parado a la orilla riéndose con los perros que habían revolcado al perrito.
El Sultán se levantó gimiendo, todo lleno de polvo y se fue arrastrando.
 -Y de quién es ese perro? -le preguntó el viejo a Rafai.
-¡Al saber! -le contestó levantando los hombros.
El viejo dio la vuelta.
Enfrente quedaban unos grandes terrenos arados donde habían sembrado algodón y las largas hileras verdes de los surcos recién nacidos se perdían a lo lejos entre uno que otro árbol.
Al otro lado quedaba el camino y para salir de la casa de la finca había un callejón y allí iba el perrito lamiéndose.
El muchacho se fue a seguir regando los palos y estaba escurriendo el balde cuando se voltió a ver atrás. Allí estaba el otro muchacho que traía chineando el perrito que todavía se venía quejando de los mordiscos.
-¿Vos le arreastes los perros para que no lo siguieran mordiendo?
-Sí -le contestó el otro.
Entonces el muchacho agradecido se casó de la bolsa un mango que andaba y se lo pasó a Rafai.
-Está maduro -le dijo y acariciando al perrito dio la vuelta y ya se vino otra vez por el callejón.
El otro muchacho se quedó viéndolo y lo siguió y lo siguió con la vista, entonces le dio mucha lástima, cogió el mango maduro que le había dado, lo puso encima de uno de los postes del cerco y se vino a seguir regando los palos.
-Rafai! -lo llamó el viejo acercóndosele adonde estaba.
-Qués -le contestó
-Idiay, como que andás llorando? -le preguntó -Y qué fue?
-Nada -le dijo el muchacho- cogió con una mano la oreja del balde y con la otra sostenía el fondo, mientras ladeándolo fue echando el agua sobre los palitos.

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