20 de enero de 2016

La coleccionista

Chrisnel Sánchez Argüello.
 
En el edificio le decían la rara. Nadie lograba acercársele lo suficiente como para conocerla porque la consideraban extraña, algo así como misteriosa, un ser indescifrable. Yo había sido su vecina durante más de un año, y en todo ese tiempo nunca me dirigió la palabra.
 
Su rutina consistía en permanecer todo el día en su apartamento, contiguo al mío y ubicado en la Candelaria, en pleno centro de Bogotá. A eso de las nueve de la noche salía con un gran bolso a algún lugar desconocido en la Zona Rosa. Digo que se dirigía a esta zona porque varias veces me la encontré en el paradero esperando el mismo bus ejecutivo que yo debía tomar. En una ocasión pude ver que ella se bajó en un bar de la 82.
 
La rara era una mujer solitaria. No vivía con nadie y nunca vi a alguna persona que la llegara a visitar. En el edificio nadie la conocía, y menos a su apartamento. Aparentaba unos 46 años y su cuerpo era fornido, muy atlético. Su expresión era muy seria y centrada, como de una mujer que había vivido y sufrido mucho. Sus ojos eran impactantes, de un color que no lo había visto nunca antes en mi vida. Eran como rojizos, relucientes y muy cautivadores. Yo nunca la veía directamente a los ojos porque me producía miedo, más bien pánico.
 
Fue aquel 25 de septiembre de 1990 en que yo, una joven de 26 años, hablé por primera vez con la rara. Eran como las diez de la mañana cuando ella tocó a mi puerta. Al verla quedé estupefacta, sin siquiera mencionar palabra. Ella me pidió entrar y yo acepté. De repente empezó a relatarme su vida sin introducción ni nada, como queriendo desahogarse conmigo. Me habló de la muerte de sus padres en un incendio cuando apenas tenía 12 años, y de su abuela, quien luego de esa tragedia se hizo cargo de ella. Al parecer esta señora la maltrataba, por lo que la rara un día huyó de casa, se consiguió un trabajo y nunca más volvió a ver a su abuela despiadada.
 
A medida que iba hablando sus lágrimas iban brotando y mi corazón, latiendo cada vez más fuerte, se iba poco a poco sensibilizando. Al cabo de un rato de estarla escuchando, me pidió que la acompañara a su apartamento a ver las fotos de sus padres. Me dijo que para que yo la conociera verdaderamente y llegara a ser la amiga que tanto necesitaba, debía conocer también a sus padres. Todavía impactada por la historia que me acababa de relatar, y con el firme deseo de ayudarla, accedí consternada.
 
Al entrar a ese apartamento un frío intenso cubrió todo mi cuerpo. Se sentía un ambiente extraño, como ese que se siente en los velorios. El lugar estaba lleno de máscaras por todos lados.
 
Aparentemente no había un solo espacio libre de máscaras en las paredes, las mesas y todo, absolutamente todo estaba rodeado por ellas. Todas tenían la misma forma y lo único que variaba eran las expresiones, los gestos, las caras. Eran en su mayoría expresiones de tristeza y de angustia.
 
De tantas y tan variadas, las máscaras no solo constituían un elemento decorativo, sino que significaban algo más, pensé. Al observarlas, sentía como si ellas también me miraran y penetraran en lo más profundo de mi alma. Era una sensación extraña que me inquietaba.
 
Cuando llegamos a su cuarto dos máscaras resaltaban en medio de las demás debido a su tamaño.
 
— Son mis padres -me dijo señalándolos.
 
— Creí que los tenías en foto -le contesté.
 
-— No. Lastimosamente no poseo esa habilidad.
 
Esa última frase me dejó desconcertada. Le pregunté a qué se refería, pero cuando la traté de cuestionar, me quedó viendo con esos ojos horribles, con esa mirada que durante tanto tiempo había evitado. Inmediatamente sentí que mis ojos, al igual que mi boca y mi garganta, se endurecían. Todo mi ser se estremecía, y repentinamente mis extremidades empezaron a reducirse. El dolor era intenso, pero no podía gritar, ni tan siquiera llorar. Sentía que todo mi cuerpo estaba disminuyendo de tamaño, y poco a poco se iba transformando en una terrible máscara.
 
Apenas se hubo consumado la transformación, la rara me tomó y me puso en un lugar que no había visto al entrar, pero que todavía le quedaba un espacio vacío. Yo seguía consciente, pero sin poder hablar. Estando dentro de la máscara, pude observar al resto de seres humanos que habían quedado atrapados. Sus miradas seguían tristes, pero a diferencia de antes, ahora las veía más humanas.
 
Nunca más salí de aquel apartamento. Sin embargo, algo raro sucede cada vez que hay eclipse de sol, día en que algunas de las partes de nuestro cuerpo se materializan, no aun así nuestras piernas. Nos convertimos en monstruos ambulantes, deformes y espantosos, que no podemos pedir auxilio por nuestra horrenda condición y porque somos incapaces de movilizarnos. Decidí escribir mi historia y tirarla por una rendija con la esperanza que usted, anhelado lector, venga y trate de librarme de este maldito sortilegio.

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