25 de febrero de 2016

Tres minutos y 12 segundos

Por Marta Cecilia Ruiz

Adoro a Nat King Cole cuando canta
Unforgettable, como antes cuando el mundo no tenía fin y los días duraban un año. Entonces, en toda la casa se oía su voz saliendo de la consola café de patas torneadas, y una escuchaba aquél hombre y daban ganas de enamorarse. Recuerdo la vez que me llevaron el disco: fue para mi cumpleaños, me tomé una foto sosteniéndolo vestida con un traje celeste de organza y zapatos forrados con la misma tela, en los tiempos en que uno de verdad escogía sus zapatos. Yo los daba a hacer donde Chico Pineda. En esos días la casa estaba llena de pretendientes. Recuerdo a uno que siempre me ofrecía cajetas y a otro que me entregaba cajitas de madera que él mismo hacía y pintaba. El disco me lo obsequió Leo, por eso cada miércoles y viernes oíamos juntos Unforgettable. Cuando Leo se reía me dejaba sin respiración, lo mismo cuando me decía “inolvidable” mientras la canción terminaba y él muy solícito con los ojos brillantes devolvía la aguja al borde del disco.

Leo era blanco y alto, tenía los hombros anchos, a veces su cara fina recordaba a San Antonio. Y para mí el parecido no era gratuito, aquello era el indicio celestial de que sería mío para toda la vida. Según mi abuela con él “mejoraríamos la raza”.

Y fui feliz hasta que conocí el placer. En aquella época yo no sabía que Nat King Cole era negro, tan negro y adorable como mi hijo, el mismo que abandonó el angelical Leo.


Ahora escucho a Nat King Cole cantando desde una computadora que nada tiene que ver con la consola de mi juventud, él canta claro y bello, una y otra vez sin que nadie mueva aguja alguna y de nuevo dan ganas de enamorarse. Y ya no hay pretendientes, pero la orquesta sigue allí, todos siguen tocando para mí por 3 minutos y 12 segundos cada vez, porque la canción sigue siendo la misma y él —más inolvidable y bello que nunca— canta como sólo los negros saben hacerlo. 

23 de febrero de 2016

Francisco

Fernando Silva.

El hombre abrió la puerta y vio que todo estaba oscuro afuera. No había luna ni luz en las otras casas, sólo algunos hachones pringados en la hierba
-Va a llover -dijo el hombre. Este bochorno es de agua. Dio la vuelta y se volvió a meter.
-No es tarde todavía -pensó, y se vino a acostar. Se pasó la mano por el pecho sudado y se restregó las canillas
-Tengo miedo -se dijo. Sí, tengo miedo. Yo nunca me he metido en nada, pero ahora ya está, qué vamos hacer.
Después se quedó ahí en lo oscuro con los ojos abiertos. Por la mente le pasaban figuras y figuras, como si se hubiera puesto a hojear una vieja revista, y así se veía él, cuando estaba en la Aduana, en el tiempo que vivió en el puerto. Entonces trabajaba como carguero y cuando había necesidad, hacía de motorista del pequeño remolcador que pasaba los bultos pesados a los otros muelles. Aquellos días, ahora los recordaba bien -sobre todo el sol del verano y el calor- Mucho le había gustado siempre el calor y el solazo de los muelles, y los pringues de agua al levantar los mecates entre los renglones ennegrecidos del muelle viejo. El sudor que le corría ahora por el pecho, le recordó los días cuando le tocaba trabajar en los lanchones, y volvía rendido y se echaba estirado junto a la bodeguita, en el piso de la orilla, recibiendo la brisa del lago al mediodía, con los ojos ardiéndoles del gran resplandor y esperando oír el golpe del riel y el grito de la gorda en el otro alero del pasadizo. A Comer! A comer! Y cuando se enderezaba. Me parece que lo estoy haciendo ahorita -se dijo- le quedaba el cuerpo pintado con el sudor sobre las tablas, la espalda, el círculo del pelo, dos manchas grandes de los hombres y los brazos a la orilla del cuerpo y estoy con miedo -se repitió.
-Pero no hay nada que temer A ver! -pensó- se levantó un poco alzando la cabeza, se enderezó y se sentó a la arillo de la tijera. Voy a repasar lo que tengo que hacer. Y empezó lo primero es esperar la llamada, son tres veces. Voy a oír una piedra caer sobre el tejado tres veces. Como mi casa es la primera al subir la loma, esto quiere decir –se explicó- que ellos van a venir de abajo. Cuando caiga la última piedra, espero, debo contar lentamente hasta ciento ochenta, esto quiere decir que son tres minutos -se volvió a explicar- es el tiempo que tienen calculado que gastarán en atravesar el solar. Ojalá lo hagan por el lado de los palos de resedo.
-Así le dije yo al doctor –recordó- Para que me metí yo en ésto! -volvió a pensar- bueno -recapacitó- sigamos. Entonces ya abro una sola hoja de puerta y espero a un lado. Un hombre se va a aparecer.
-Qué hora es? -me va a preguntar, y yo le voy a contestar- Son sólo 23. Y me va a volver a decir. -Eso será como hoy que es 23 de Mayo. Esa es la clave. Yo debo tener listo el cuchillo porque en cualquier momento Ud debe usar el cuchillo y huir, me dijo el doctor, y se interrogó enseguida y podría matar yo? Y se contestó -Bueno lo que yo haría, francamente es volarle la puerta encima.
Sigamos –dijo- Yo los llevaré al lugar, lo importante está en pasar el peñón del resguardo, lo mejor sería pasar por allí oscuro. Yo sé que allí sólo está un guardia, un pobre guardia enfermo. Yo ya estuve hablando con él ayer en la tarde. Ya le expliqué todo eso al doctor. Pero para evitar cualquier contratiempo es mejor pasar detrás de la caseta y doblar a la derecha hasta el cerco que queda junto al charco. Los rifles los van a llevar en unos sacos, la máquina la lleva uno de los muchachos. Cuando entremos a la montaña, ahí seré yo el que manda, yo calculo que serán tres días hasta la costa, a la Punta de Coral. Con los anteojos del doctor divisaremos el barco. Todo un día vamos a gastar en desembarcar las ramas y todavía un día más para esperar al otro grupo que recogerá las armas y las va a llevar hasta los chiqueros nosotros vamos a volver por el mismo camino o seguiremos. . quién sabe.
La noche era bien oscura. Todo va bien. Hasta ahora he cumplido con lo que me han encargado pero tengo miedo tengo miedo -se repitió- miedo a todo y a nada. "El corazón no traiciona" -Decía mi compadre Trinidad- y el pobre murió de un tiro -y se sonrió- qué cosas! –exclamó.
Ahora estaba sentado en un rincón de la casa y miraba con atención a los seis muchachos echados en el suelo.
-Quiénes serán? -se preguntó Quién será el padre de aquél?
De ese otro que está de pie? De aquel sentado junto a la pared? Todos parecen de buena familia, hablan como gente fina. No hay que hacer -exclamó- estos muchachos son valientes- pensó un momento. Serán valientes? Se quiere valor para meterse en esto y yo para qué me metí? -y se preguntó- y yo soy valiente?
-Oiga amigo - dijo uno de los del grupo y se arrastró hasta la orilla donde estaba el hombre.
-Ajá -le contestó el hombre.
-Ud conoce bien este lugar, verdad?
-Sí, le contestó el hombre, y enseguida pensó Por qué me preguntará eso?
Después se le acercó otro de los muchachos.
-Cuántos guardias hay en el resguardo del Peñón? -le preguntó-
-Uno -le respondió el hombre.
-Ah, bueno -dijo el muchacho- a ese lo tronamos.
-Ehs! -se dijo el hombre-
Sería capaz éste de matar a un pobre guardia enfermo.
-Es un solo guardia el que está allí -le explicó el hombre- Un pobre guardia enfermo -le agregó.
El muchacho no le oyó. Se habían agrupados los muchachos y hablaban algo en voz baja.
-Qué calor - dijo uno de los muchachos levantándose y volviéndose donde el hombre le preguntó No se podría abrir esa ventana?
-No será peligroso? -le preguntó otro.
-Están nerviosos -pensó el hombre- tienen miedo, como yo- y se sonrió. Está bien –contestó después el hombre- voy abrir esa ventana, y encaramándose en una de las reglas del tabique empujó la ventana para afuera. El hombre volvió a sentarse a su rincón y siguió pensando.
¿Quiénes serán? -se distrajo un momento y siguió pensando- Así pudiera estar un hijo mío. Uno de estos muchachos pudiera ser un hijo mío. El flaco alto que tiene una gorra en la mano, no me gusta, ese, otro bajito, lo veo muy insignificante. Un relámpago abrió una brecha de luz que entró por la ventana y alumbró por un instante los rostros de los muchachos.
-El que está a la derecha -se dijo con seguridad- ese muchacho sí me gusta. Así bajo, grueso, moreno, con el pelo corto y crespo -así sería mi hijo se dijo con satisfacción. Y observando al muchacho que había elegido en lo oscuro, siguió -Es el único que no ha hablado nada, ni me ha preguntado nada. Ha de ser calmo, frío como yo y valiente –cabeceó dos veces y se sonrió- Buen muchacho -continuó- Así estaría un hijo mío, ni más ni menos por qué no tengo un hijo Dios mío -exclamó- y cómo se llamaría mi hijo? -se interrogó- Yo le hubiera puesto Francisco, como se llamaba mi tío, el viejo que me crió a mí. Hubiera gozado mucho mi tío con Francisco de revolucionario. Mi tío era conservador de los de antes "de puro leña con nudos”, decía él -y se sonrió- Así le voy a poner Francisco. Se levantó un poquito para acomodarse en su sitio.
-Si me dan ganas de levantarme y abrazar a este muchacho. Pasó un buen rato. El más alto de los muchachos se levantó, sacó su reloj fosforescente y lo vio haciéndole una sombra con la mano.
-Sólo faltan quince minutos -le advirtió a los compañeros. Los muchachos se inquietaron.
-Oiga! -dijo dirigiéndose al hombre- sólo faltan quince minutos!
-Sí -dijo el hombre y se levantó.
-Ud será el último en salir -le explicó- Espere que yo le dé la señal.
-Sí -dijo el hombre.
Pasaron los minutos. El muchacho alto veía a cada momento su reloj.
-Ya es la hora! -dijo con seriedad, y levantando una mano, agregó- Como está convenido. Y salió ladeándose por la puerta.
Todos salieron. El hombre oyó el ruido flojo de las pisadas entre la basura y luego un retirado golpe de agua al caer algo que se repitió varias veces.
-Están entrando en el bote -se dijo- y esperó. Al rato oyó un silbido. Esa es la señal -se dijo. Salió entonces rápido y cerró la puerta sin hacer ruido y después se vino andando con el cuerpo encorvado.
En el bote estaban todos y otros dos más con sus capotes. A uno de ellos lo reconoció.
-Buenas noches doctor - le dijo. El otro le dio una palmada en el hombro. Entonces los dos nuevos se subieron también en el bote. El hombre entró en el agua y movió para asegurarse el bote. Después se voló de la orilla y se enderezó para arriba. En el bote buscó a Francisco ¿Dónde irá el muchacho? -se preguntó- quisiera que fuera aquí junto a mí. Yo no me hubiera despegado nunca de mi hijo -se dijo.
No se muevan - recomendó el hombre en voz baja y clara. No rocen los canaletes contra el bote, detengan el aliento y empujen con fuerza lentamente, pero con fuerza –recomendó.
-Dónde irá Francisco? -volvió a pensar. Otro relámpago se abrió y entonces se fijó que el muchacho iba adelante. Así va bien -se dijo- Así me da la impresión como que si fuéramos una noche a tirar a los bancos Francisco va adelante con el rifle. Yo llevo el bote y lo voy viendo. El muchacho es listo, en todo se fija y va callado, qué buen tirador sería mi hijo? Por qué no tengo yo un hijo, Dios mío? se lamentó.
Todos iban callados. Sonaba en lo oscuro el golpe del agua.
-Es pesado este chunche -dijo uno.
-Shii!!! -lo callaron de adelante.
Unas grandes sombras caían sobre sus cabezas. El hombre iba doblada sobre el bote, remaba con fuerza, enderezaba el rumbo a tientas, levantaba un poco el cuerpo y resoplaba a veces.
-Cómo va la hora? -preguntó uno de los muchachos.
-Vamos puntuales -contestó otro.
Siguieron en el río. La lluvia sonaba adentro de la montaña. Los relámpagos venían de muy largo, se abrían como latigazos en el cielo. Nadie hablaba, parecían unas sombras que flotaban.
Pasaron un rato. Caía ya una lluvia rala y fría.
-Allá es -anunció el hombre- en ese clarito de la izquierda.
-Ajá –dijeron.
-Vamos a arrimar entre unos guabos que están propiamente a la orilla -empezó a explicar el hombre- debajo de las ramas, porque allí es más oscuro. Entonces salimos en fin a tierra. Después vamos a seguir orillados siempre por la derecha, la cosa es ladear el resguardo del Peñón, sin que nos vean.
-Todos entendieron? -preguntó el muchacho alto.
-Sí –dijeron.
El bote fue entrando debajo del ramal.
-Agáchense -ordenó el hombre. Todos se inclinaron unos sobre otros. Al rato el bote estaba como clavado entre las raíces del árbol.
-Que comiencen a bajar -ordenó el hombre.
-Ya saben lo convenido! -dijo el muchacho alto.
Uno por una de los muchachos fueran saliendo del bote, se oían las voces.
-Con cuidado!
-Cuidado!!
-Salí!!
-Ahora!
-A ver!
-El otro!
-Ya, pues !
Todas estas veces son raras -pensó el hombre suenan como huecas, sin fuerza parecen muertos estos muchachos.
El hambre se bajó por último, afianzó el bote en una de las gambas y salió casi guindado de una rama, se empujó y se meció como un mono hasta tocar la tierra floja y húmeda. Después siguió detrás, capeándose en lo oscuro de los troncos.
-Qué ganas tenga de gritar ¡Francisco! Venite aquí conmigo, hombre! No ves que yo conozco bien
éste lugar tené cuidado muchacho, cuidado te vas a ensartar una espina en el talón tengo miedo por este muchacho –pensó.
El grupo avanzó un buen trecho. Uno de los muchachos llevaba la ametralladora bajo el brazo. Otros dos se detuvieron y pusieron el saco con los rifles en el suelo, enseguida comenzaron a sacar y entreregar a cada uno su arma.
Ya tendrá Francisco su rifle? -se preguntó el hombre- No lo veo a Francisco, qué se hizo? Es capaz este muchacho de andarse por ahí desarmado. No sabemos qué pueda pasar aquí quién sabe!
En este terraplén íbamos a detenernos y alguien saldría a reconocer, es necesario prudencia si pasamos descubierto el limpio que queda para ir al charco, es peligroso.
-Vamos! Vamos! -dijo alguien.
-Quién daría esa orden? -se preguntó el hombre. Carajo! -exclamó- qué locura! si no es eso lo convenido! Quién daría esa orden? -se volvió a preguntar.
-Vamos ya, pues! -dijeron los demás y corrieron unos detrás de otros y avanzaron hasta el limpio junto al charco.
Agáchense! -ordenó uno, y todos se echaron boca abajo en el suelo y se quedaron inmóviles. Qué habrá pasado? -se preguntó el hombre y se quedó en su lugar. No se oía ni la respiración, el silencio podía tocarse con el codo.
-Qué es ese ruido- -se preguntó el hombre, afinando su oído acostumbrado a eso. Pareciera como que alguien se hubiera quedado atrás y avanzara en la punta de los pies. No será Francisco? –se preguntó preocupado. Afiló de nuevo su oído. Sí -se dijo- alguien viene qué raro y no se puede ver nada. Allá se movió algo, detrás de aquel matorral. De donde estoy no puedo gritar. Tal vez es algún animal, aquí hay muchos zorros. Cómo hago? -dijo- el que me queda más cerca creo que es el muchacho alto, pero no debo levantarme. Se ladeó un poquito y levantó la cabeza. Qué raro todo esto! -pensó- y se voltió con rapidez. En el mismo instante, como relámpagos, salieron de los matorrales grandes fogonazos y gritos, gritos de hombres, de bestias y no vio más. Un grito oyó encima de él y se lanzó de cabeza contra unos palos, se ladeó y sintió como un mordisco en un hombro y un montón de tierra sobre la cara.
No se puso a pensar en nada y rodó, rodó hasta ardérsele la cara contra lo hierba, se dio otro voltián hasta que sintió chocar contra el agua. Ahora sí -pensó- y se escondió entre unas cañas. Se tocó con dolor el hombro que le ardía y le sangraba, tenía el brazo pegado al cuerpo, se tocó la mano. Como trapo es mi mano -se dijo sollozando y se zambulló, un momento. Aguantó un rato y después sacó la otra mano para agarrase a unas raíces. No aguanto el hombro -dijo- dejó flotar lo canilla ladeándose un poco él, y se quedó inmóvil.
De donde estaba oía voces, trotes. Se acomodó mejor y esperó echado sobre el agua para coger aliento. Es la guardia -se dijo- Estábamos vendidos, nos estaban esperando. Se soltó de las raíces y dejó flojo el cuerpo para hundirse un rato, después flotó otro momento y levantando la cabeza oyó muy cerca un grito. Traigan un foco! Qué traigan un foco!
Después se volvió a agazapar y esperó. Allí estaba cuando sintió que alguien corría para arriba y luego que alguien se acercaba, se quedó allí, dio unos pasos y se volvió . . , .
-Alguien está aquí -se dijo- parece que está agachado, o que se está escondiendo, puedo oír su respiración desde aquí. Tal vez es Francisco –pensó enseguida y sintió un escalofrío. Francisco -se repitió- mi hijo que viene buscando la orilla, mi hijo! -se repitió turbado de dolor y de miedo- tal vez viene buscando ayuda y viene herido el muchacho, y sintió latirle el corazón, golpearle con fuerza el pecho remojado.
Entonces levantó algo la cabeza y le vio las botas. Es él dijo con emoción que lo ahogaba y entonces se estiró lo más que pudo con angustia levantándose con el hombro ensangrentado, hasta que un relámpago alumbró afuera. Francisco! -le gritó espantado y ya no pudo sostenerse más, cedió la caña que lo detenía y cayó de un solo sobre el charco boca arriba. Sólo fue un fogonazo y el ruido del disparo.
Un guardia corrió para allá y otro guardia se vino a la orilla y alumbró con el foco el charco.
La luz amarilla cayó sobre el agua con sangre como una mancha que se extendió hasta la orilla con los remolinos de lodo del cuerpo que se hundía.
El guardia retiró entonces el foco del charco y alumbró con curiosidad al traidor, le vio primero las botas gruesas, después la pistola guindada en la mano, la camisa remojada de sudor y por último la cara.
-Apagá esa luz, -le ordenó volteándose.

-Bueno -dijo el guardia, y apagó el foco.

21 de febrero de 2016

El banquete

Horacio Peña

En aquel tiempo se reunieron en el Palacio de los Congresos, delegados de los países más ricos del mundo para discutir el problema del hambre. Afuera del enorme palacio se agolpaba la miseria. Hubo pequeños obstáculos que retrasaron el congreso: se discutió si se usaba papel blanco o celeste, si las mesas serían cuadradas, redondas o semicirculares. Y todas estas discusiones en medio de enormes viandas llevadas por presurosos camareros y presurosas camareras, que entraban y salían por las veinte puertas que daban a la sala del congreso.

En realidad, los delegados estaban hambrientos aun antes de comenzar el debate. Pero después de estas pequeñas diferencias que amargaron el estado de ánimo de algunos representantes, aunque no su apetito, al contrario, éste parecía volverse más insaciable con las contrariedades y discusiones, se llegó a un acuerdo. Afuera, el ojo vidrioso, la boca reseca. El amarillo de la muerte.

Durante horas y horas, días y días, la palabra encendida y elocuente de los oradores trazó brillantes planes para acabar con el hambre, mientras en las gigantescas cocinas palaciegas expertos mayordomos traídos especialmente para esta ocasión, preparaban el banquete que a diario, tres veces al día, se servía a los hambrientos representantes.

El olor de las extrañas especies y exóticas comidas salía de las cocinas invadiendo la sala del congreso para descender a las plazas en donde se agolpaba la miseria, el hombre con el ojo vidrioso y el estómago vacío. El amarillo de la muerte.

En la cocina real, el mayordomo jefe tenía enormes problemas para satisfacer el gusto de los exigentes delegados. Era imprescindible la medida exacta, la correcta proporción. La carne que salía de los humeantes hornos no debía estar ni muy asada ni muy suave, y debía conservar cierto sabor y olor sanguinolento, ya que todos los delegados estaban de acuerdo en que esa era la mejor carne, de lo contrario podía estropearse el estómago, perderse el apetito para la próxima comida. El vino, ni muy frío ni muy caliente, sino que conservara ese ambiente fresco que reinaba en el palacio. Esa fue la recomendación que el nervioso mayordomo dio a sus camareros. Afuera el cuerpo se desplomaba, caía como hoja de otoño.

Durante horas y horas, días y días, la humanidad hambrienta permaneció bajo las ventanas esperando una resolución. Sin moverse, porque el movimiento era perder energías. No mover ni un brazo, ni una mano, ni un dedo. No mover nada.

Salía el olor de la comida, del pan tierno recién horneado, del vino que acababa de abrirse, de la fruta que momentos antes se había cortado y mezclado con leche y miel.

Ahora el cuerpo quemaba su propio cuerpo, quemaba sus nervios, células, quemaba sus tejidos, un cuerpo hambriento devorándose a sí mismo por el hambre.

En los corredores del palacio las bellas pinturas enmarcadas, el deslumbrante colorido de los banquetes, de los señores ricamente ataviados con sus damas de honor, de los pajes llevando sobre sus cabezas las preciosas canastillas llenas de los dones, de los milagros de la tierra, de la abundancia que gozaba el señor. Y las largas interminables mesas que parecían salirse de los cuadros. Y los vestidos del rey y de la reina cubiertos de oro y las fiestas y la música que llenaban los numerosos cuadros del palacio. Y allá lejos, en la pintura, en las luces y sombras de la pintura, observando la fiesta, el banquete, el pueblo trabajando, llenando las bodegas y los graneros del rey y de los reyes, el pueblo que se veía también bajo la ventana de Epulón, agolpado a lo lejos, mirando los frutos que él, el pueblo, había sacado de la tierra, pero que eran del rey y de los reyes. El rostro hambriento que se agrandaba, que se acercaba más y más, que se aproximaba a las mesas del banquete, que era incontenible, que invadía los patios y los pasillos del palacio sin que nadie pudiera detenerlo, que invadía los cuartos y la sala principal donde se veía al rey y a los cortesanos, el pueblo que arrancaba al rey, y a los reyes, a los cortesanos, lo que el rey y los cortesanos habían arrancado al pueblo, del pueblo, el pueblo que salía del cuadro, de la pintura y de las pinturas, y devoraba el banquete y devoraba también a los que estaban sentados en el banquete. El pueblo saciando su hambre, el pueblo, al fin, sentado al banquete, el pueblo hambriento que no terminaba de subir por los pasillos, las escaleras, que no estaba más bajo la ventana, sino que se había sentado al banquete.


Noviembre 15 de 1974

Saturno

Fernando Silva

Aquí no es donde nos dijeron -me dijo mi compañero.
-Esperate -le dije- mejor voy a preguntar.
-Señorá -llamé a una mujer que pasaba en la acera. No sabe Ud si vive por aquí doña Lola Gaitán?
-Allá -me señaló la mujer, estirando la mano- después del poste de luz.
-Ah bueno. Muchas gracias.
Entonces nos subimos a la otra acera. La calle estaba húmeda y se sentía el alar que viene del lago, un cierto olor a lodo y sardinas.
-Ojalá que encontremos comida a estas horas -me dijo mi compañero.
-Vamos a ver -le dije.
Nos paramos y golpeamos en la puerta del zaguán.
-Es en la otra puerta -nos dijo un muchacho. Entonces nos fuimos a la otra puerta que estaba abierta y entramos. Había una salita con piso de madera y varios asientos colocados a la orilla de la pared con los balancines para arriba porque estaban barriendo.
-Buenas tardes –dijimos.
-Pasen adelante -nos contestó un hombre que estaba componiendo, a la luz de la ventana, la pata de unos anteojos. Atravesamos la salita y salimos a un corredor que quedaba en alto y desde donde se divisaba el lago y las tejas de zinc manchadas de sarro de una bodega.
Abajo había un patio con piedras y un gran palo de jícaro bien verde.
En el corredor encontramos varias mesas con manteles y en una de las mesas, dos hombres que estaban terminando de comer.
-Sentémonos aquí -le dije a mi compañero. Nos sentamos y mi compañero se sirvió un vaso de agua del pichel que estaba puesto.
-Ah! -exclamó, escurriendo el vaso- Me venía secando de la sed. Al rato salió una señora de adentro y se acercó.
-Buenas tardes –dijo.
-Buenas tardes -le dijimos- Queríamos saber si nos pudiera servir algo que comer.
-Vamos a ver -nos dijo sonriendo. Como es tan tarde si se esperan un momento. Y se detuvo a mirar a mi compañero.
-Ud es Silva, verdad? -le preguntó.
-Sí -le contestó mi compañero.
-Hijo de don Chico?
-Sí
Y qué se ha hecho don Chico? Tiempo tengo de no verlo.
-Está en Granada
-Pero está bien?
-Sí. Ahí va más o menos.
-Me lo saluda
-Como no.
La señora dio la vuelta y volvió a entrar en la cocina.
Uno de los hombres que estaban sentados en la otra mesa saludó a mi compañero.
-Donde quiera te conocen a vos -le dije.
-Callate -me dijo- Ese es mi amigo don Chemita.
-Don qué?
-Don Chemita! Ya va a empezar a hablar -me dijo, oílo- Yo volví a ver a mi compañero.
-Bueno -le dije
-"Fue en mi viaje a Upala" -empezó a hablar don Chemita alzando un poco la voz, como para que lo oyéramos.
-Ajá -le dijo el otro que estaba con él, y se sonrió con nosotros.
-"Yo tenía unos reales regados -siguió don Chemita- y me fui a recogerlos. Me voy a aprovechar del viaje -me dije- para traer unas cuatro fanegas de frijoles que me habían encargado, y también me alisté algunas otras cositas para vender allá, Ud sabe, amigó que este su amigo siempre anda algo que vender. Bueno pues, me fui en el remolcador de las Pachicas. Salimos sábado, calculando yo estar de vuelta el miércoles para así coger el vapor Victoria para Granada, porque también quería llevar a Granada un cacao que pensé comprar en Upala.
-Buen cacao el de Upala y más barato que el de Rivas. Bueno pues, llegamos sin ninguna dificultad a Upala. El remolcador de los Pachicas se vino el domingo, temprano. Yo no podía venirme el domingo porque hasta en la tarde terminaba de hacer mis cobros, sobre todo tenía que esperar el lunes para comprar el cacao y terminar de recoger lo que me hacía falta de los reales. El lunes y el martes cobré casi todo, y vea, con buena suerte, recogí como trescientos pesos y conseguí buen cacao y unos frijoles muy hermosos y a buen precio. Me alisté de todo y pensé venirme en bote a San Carlos. Ya era martes, como le dije, y entonces me fui a buscar a un hombre para que me trajera, pero es difícil con esto de que ahora todo mundo solo coge para la montaña con la cuestión de la raicilla, la pagan bien, pero a mí nunca me ha gustado trabajar con raicilla, es muy expuesto. Bueno pues, me cogió la tarde buscando al hombre, hasta que una señora me recomendó a un tal Saturno. Me dedico pues a buscar al tal Saturno y amigo, lo encuentro en una cantina bien picado Ni pensar! -dije ya- cómo me voy a exponer a irme con un picado Me volví donde la señora a contarle.
-Tal vez sabe de algún otro? -le digo.
-No don Chemita -me dice la mujer- si ese solo vive picado, así trabaja él. Es verdad que es picado, pero así como lo ve, es muy honrado.
-Ehs! -me dije yo- ni lo conozco y yo con estos reales en la bolsa. Con lo que le cuesta a uno hacer sus realitos verdad? Pero también pensaba que si esperaba hasta la otra semana que viniera el remolcador. Qué iba hacer yo allí en Upala gastando en pensión y comida? Y con los frijoles, el cacao y los reales, y más que tenía esperanzas de coger el vapor Victoria el miércoles en la tarde. Cómo hago -me dije; y entonces volví a buscar al tal Saturno.
-Yo le hago el viaje -me dije- en la madrugadita estamos en San Carlos -me aseguró.
-Pero no siga bebiendo -le digo.
-Ah nó! Eso, no -dice Saturno, muy serio- Yo trabajo, pero picado. Sin trago yo estoy perdido -Y se rió- Jua! Jua! -enseñando unos grandes dientes cama clavijas.
-Ah, pues no! -le respondí, y me volví a dar vueltas por las calles a ver si me conseguía alguno otro. No! Qué va! -me decían- Ese viaje solo Saturno se lo hace. Bueno -me dije- qué vamos hacer! Y me volví donde el hombre.
-Bueno, Saturno -le dije- alístese, pues.
-Así me gusta -me respondió.
Y dónde tiene el bote?
-Allí abajito.
-Pues que no nos coja la noche -le dije.
Comenzamos a cargar. El hombre no parecía, en dos horas tenía cargado el bote. Yo lo esperé otro rato porque se fue a traer una palanca y el saco ahulado con sus cosas. Cuando volvió me fijé que traía un litro de guaro en la mano.
-Ah no! -le dije- Más guaro, no.
-Trato es trato -me dice- Ud quiere que me muera de la goma?
-Vámonos pues, de una vez -le digo porque, qué iba hacer?
Ya era de noche, no había luna. Yo me senté adelante entre los sacos y Saturno atrás, canaleteando.
-En el nombre de Dios! -dije yo cuando ya doblamos y se perdían las luces del muellecito.
-Tal vez me pueda dormir un rato -pensé yo- y que en la madrugada ya estemos en San Carlos.
La noche estaba bien oscura. Voy a rezar el rosario -dije y comencé por contar los misterios en los botones de la camisa y las Ave Marías con los dedos, pero me aburrió. Me puse a pensar un rato.
Salo se oía el golpe del agua y los pujidos de Saturno empujando con el canalete. Allá, de vez en cuando, jalaba el litro de guaro y se lo empinaba. Hasta donde estaba yo oía saborearse al hombre.
-No quiere un quemón, don Chemitá? –me dice.
-No, hombré -le contesté- yo no bebo.
-¡Ehs! -pensé yo- Este como que quiere picarme. Qué difícil se gana uno sus reales.
Y este hombre -pensé- ¡Qué pierde con nada! Conmigo, por ejemplo. Además, este hombre ha de saber que yo traigo dinero, y que traigo además unos buenos reales en frijoles y cacao!
Cuándo que no! Como no va saber esta gente lo que cuesta un saco de frijoles o de cacao? Si viven
en esto.
A un picado -seguí pensando- se le puede meter cualquier cosa y después? Con decir, yo no me acuerdo, o si no, yo no sé, se ha de haber dormido don Chemita ¡Carajo! ¡Qué vaina! Porque además es verdad que si me duermo y me voy al agua, me ahogo, yo no sé nadar. Y bueno, dirán. A
quién se le mete en la cabeza montarse en un bote, de noche, con un picado.
¡Dios mío! ¡Qué horrible pensamiento se me vino! si a este hombre se le mete darme un canaletazo.
Con la oreja del canalete me hunde la cabeza y me mata de un solo. Como era de noche –puede decir- lo agarró una rama de guaba y lo golpeó.
Y aquí quién va a averiguar nada? Y si averiguan? Yo ya muerto? para qué?
Entonces pensé hablarle, para coger confianza. Va a notar que tengo miedo -pensé- Mejor espero que él me hable y así me estuve cavilando, hasta que al rato, me dice:
-Don Chernitá y ya vendió todas las alhajas que trajo?
Carojo, -pensé yo- este está averiguando si traigo alhajas
-Todas las vendí -le respondí, rápido-.
-Yo necesito comprar una esclavita. Se la quería regalar a una jaña que tengo -dijo-, y ¡jua! ¡jua! -se rió.
Voy a cambiar de conversación, pensé.
Y vos sos de aquí, Saturnó -le pregunté
–No
-¡Ah..!
-Yo soy del Arenal -dijo enseguida. Aquí he vivido, sí.
-Tenés aquí a tu mujer y tus hijos?
-Los hijos se murieron
-¡Ah !
-¡Quién sabe! -dijo- Se morían cuando iban naciendo.
-Alguna enfermedad -le dije yo.
-¡Jua! ¡Jua! -se rió
-¡Carajo! -dije yo.--- ¡Qué feo se ríe este hombre!
Seguimos callados, se veían unos relámpagos como que iba a llover.
-Don Chemitá -me dice al rato- Ya estoy picado. Mejor nos arrimamos por ay, a ver si duermo un ratito, y luego seguimos. Parece que ya va a empezar a llover
¡ Ehs! -me dije yo- Ahora si se pone peor la cosa. Este me puede matar aquí y me deja allí tirado en el monte.
-Es mejor que sigamos -le dije
--No -dijo él- quiero echar un peloncito.
Sentí el ruido del bote al entrar la proa en el lodo de la orilla. Yo me quedé donde estaba y empecé a rezar. Me acordé de mis pecados. De suerte que yo no le he hecho mal a nadie. Es verdad que he vivido del comercio, pero esto es un “te quito" y “me quitas”, Ud conoce este negocio y además, no le pagan a uno todas las aflicciones.
Bueno pues, al rato ya estaba roncando el hombre, bien dormido. Y ahora era otra pena, empecé a tener miedo de verme solito y el terror de que si me agarraba de un gamalote, lo menos que podía encontrar era una culebra y si no me agarraba, la corriente nos arrastraba, hasta ir a dar a un banco de arena y allí acabar mis días
-Don Chemitá -me dice al rato..- Ud le tiene miedo a las culebras?
-Pues, ¡sí! -le dije.
-Aquí hay muchas Ud conoce la Barba Amarilla? Pues mata a una danta. Y la Toboba? Pues pica, y después uno se hincha como un tronco. Una Toboba mató a un tío mío. Y Ud conoce al patotoboba?
-No -le respondí, molesto de su conversación
-Pues es igualito a un patito, mediano y cenizo, anda a las orillas, y es igual al piquete de una culebra.
-Y anda de noche? -le pregunté preocupado
-Pues, casualmente solo de noche -me dijo.
Que va! -pensé yo- nunca he oído que un ave sea venenosa.
Pero en fin, ya sé, este hombre me quiere  meter en miedo.
Pero yo no tengo miedo.
Empezó a llover y yo tenía frío ¡Dios mío! -dije- si salgo bien de aquí le voy a dar cien pesos al cura de San Carlos para que arregle la pared de atrás de la Iglesia y cincuenta pesos para los pobres y cincuenta pesos más para las monjitas del Hospicio de Granada. Ya suman doscientos pesos, -pensé, haciendo la cuenta- Qué? -dije, apartando las ideas mesquinas, que a uno se le vienen ¡Promesa es promesa! El hombre estaba dormido otra vez, llovía más recio. Yo, francamente me sentía ya medio muerto. Veía luces en el monte, oía ruidos horribles adentro de la montaña. A veces me parecía que volaban serpientes en el aire. ¡Don Saturno! ¡Don Saturno! -lo llamé varias veces, pero el hombre estaba bien sorneado.
A mí me empezó a doler un brazo ¡Caramba! Y es el brazo izquierdo ¡Al lado del corazón! ¡Me va venir un ataque! -pensé- Tan bruto, que nunca fui donde el doctor, por no pagar los cincuenta pesos pero es que uno tiene que trabajar, y no queda tiempo. Ahora prometo que voy a ir.
Estaba temblando, me dolía la nuca y la parte de atrás de la cabeza y también tenía una pierna entumida ¡Este es parálisis! -pensé- Aquí acabé mis días. Y si pierdo la yoz?
-¡Saturno! ¡Saturno! –grite.
Pues todavía puedo hablar -me dije. Pero si perdiera la voz, o si me agarrara un animal? Qué cuenta se va o dar este picado? Y los reales que tengo en la bolsa? Se van a perder. Mejor los voy a sacar de la bolsa, pero si los dejo aquí en el bote. Quién va a saber? Allí se van a estar hasta qué los tiren cuando achiquen el bote.
Estaba muy nervioso. Sentí calambres en todo el cuerpo, no sé, me pesaba la cabeza y la rabadilla y me dormí.
Me dormí acabado hasta venir a despertarme de un brinco.
¡Algo me despertó! ¡Qué susto!
Cogido de la mura del bote y casi echado sobre mí estaba la cara de Saturno ¡Ay! ¡Ay! –grité.
-¡Jua! ¡Jua! -se rió Saturno con sus grandes dientes de clavija. ¡ Echée! -me señaló con la mano.
-¡San Carlos! ¡San Carlos! -grité divisando al puerto.
¡Qué dicha! ¡Estábamos frente a San Carlos! Habíamos dormido allí nomasito del puerto.
-Es que anoche no quise meterme al lago –me dijo ¡No ve que había mucho viento!
-¡Caramba, Saturno! -le dije ¡Qué bien pensado!
Este es un hombre bueno -pensé enseguida. Él es un picado, verdad, pero como me dijo la Señora de Upala, buen hombre y sobre todo honrado.
Así fue que atravesamos en solo la mañanita el lago y a las ocho estábamos en el muelle de las gordas. Allí nomás arreglé el descargue y ordené que me pasaran los sacos a la bodega del Ferrocarril para manifestarlos en el Vapor Victoria y loco de contento me traje a Saturno a comer.
Saturno me quedó viendo.
-Ah, sí! -dije riéndome. Sírvamele un buen trago y después su desayuno.
Después que comimos le pagué. Doce pesos me cobró por el viaje, yo le regalé diez pesos más y todavía me lo llevé a mi pieza y le di un par de  botas que tenía todavía buenas, una camisa kaquis y un sombrero. Le recomendé que no volviera a beber, Saturno me quedó viendo y después se rió. Lo fui a dejar hasta el muelle y se fue contento.
Aquel día yo me apuré para hacer todas mis evoluciones.
Vendí bien parte del cacao y los frijoles. A las tres, me alisté y me fui para el barco que estaba fondiado bastante afuera. Me fui en la gasolina de Chepe Rayo. Antes, el vapor Victoria se quedaba bien afuera, por las Balsillas Se acuerda? Dos horas era lo menos que uno tenía que navegar para coger el Vapor.
Yo iba alegre y no quería acordarme de todo lo de la noche anterior. Cuando ya íbamos bastante afuera, dice Chepe Rayo: Allá diviso un bote que va solo. Me levanto yo y ¡Claro que lo reconocí! ¡El bote de Saturno! ¡pobre Saturno! Se picó, se picó con los reales que le dí ¡él era tan bueno, pero tan picado! Le ha de haber soplado viento, y el hombre bien picado cayó al agua.
¡Vamos! -grité- ¡Vamos al bote! Y viramos a un lado. El remolcador volaba ¡Más rápido! -les decía yo. El remolcador dio la vuelta. El bote estaba solo. Apagamos el motor y nos acercamos canaleteando ¡Pobre Saturno! ¡pobre!
Cuando ya nos acercamos hasta llegar ¡Qué susto el mío!
-¡Carajo! -grité yo.
En él plan del bote estaba echado Saturno, bien picado y cuando me vio ¡Jua! ¡Jua! -se rió enseñando los grandes dientes como clavijas.
El hombre que estaba con don Chemita nos volvió a ver riéndose.
Yo también volví a ver a mi compañero que se había quedado ido oyendo a don Chemita
-Te gustó? -le pregunté
-¡Claro hombré!
-Esto está bueno para un cuento tuyo.
-Sí -me dijo.

Y lo escribió.

Cuentos de tierra y agua

18 de febrero de 2016

Después del fin.


Horacio Peña


A veces pienso que debería distraerme un poco más, abrir la puerta, cerrarla con un gran golpe y lanzarme al aire libre, a los parques y jardines, como lo hacía antes y como aquel otro, derribar los sombreros que van sobre la cabeza de los sorprendidos paseantes y luego besar a la primera muchacha que encuentre, invitarla a un café, un bar, provocarla, obligarla, seducirla a hacer el amor conmigo, irme, irnos bajo la sombra de los árboles para meternos luego en uno de esos hotelitos que conozco o he conocido tan bien.

Pienso que tengo que regresar a ese mundo que abandoné y que ya es tiempo de mi resurrección, no después de tres días, sino después de un tiempo que tengo olvidado, que es como la eternidad. Necesito volver a esa resurrección gloriosa, alegre, con mi cuerpo nuevo, transparente, y decir adiós a los hombres que se asoman a las ventanas, a las mujeres que cuelgan la ropa, a las parejas que se acuestan o recuestan sobre las paredes, sobre ellas mismas, abrazadas, perdidos el uno en el otro, un solo cuerpo, sobre todo en esta primavera que yo he vivido tantas veces, irme a los parques y ver a los niños en el sol tirando barcos de papel en los estanques, a los vendedores de mil y una fantasías con sus globos multicolores, con sus sorpresas de toda clase, como los mercaderes de feria.
 
Pero cierta noche llegué a mi cuarto y aquí me quedé, envuelto en mí mismo, rodeado de recuerdos. De noche.
 
La primera vez que me llamaron por teléfono di una excusa para no ver a esa persona, ahora no recuerdo exactamente qué dije, pero luego tuve que inventar muchas otras con el objeto de no ver a nadie, de no oír a nadie. Inventaba excusas. Tenía un inmenso catálogo de ellas, hasta que se cansaron de mis mentiras, los que estaban más allá de los teléfonos, o los que me enviaban cartas, notas para salir con ellos, a una cena, un concierto, una exposición de pinturas o de cualquier otra cosa, se cansaron de mis mentiras, o comprendieron el juego, no, no era un juego, era una realidad, no quería ver a nadie, sencillamente deseaba quedarme en mi cuarto viendo mis libros, oyendo música, la lluvia, o asomándome a la ventana a través de las gruesas, espesas cortinas oscuras, levantándolas un poco para que no me vieran los que pasaban debajo. Así era todo de simple, de sencillo.
 
Cuando se dieron cuenta de eso, las llamadas se hicieron menos frecuentes, hasta que ya nunca volví a sobresaltarme, a crisparme los nervios, a hacérseme un nudo en el estómago, la garganta, corno a uno que van a fusilar o llevan a través de los corredores y corredores donde lo espera la silla eléctrica. Ese nudo, ese escalofrío en todo el cuerpo que yo sentía cuando sonaba el teléfono, la voz en ese hilo, ese alambre negro que parecía no terminar nunca, ese alambre que caía del teléfono de la mesita antigua, que se enroscaba y daba vueltas, que parecía correr por todo el cuarto y bajar luego a las calles y perderse por todas las calles y todas las avenidas, un alambre negro, interminable, que siempre me ha parecido sólido, duro, lo suficientemente bueno y fuerte para colgar a todos los hombres.
 
Hubiera podido arrancarlo desde el comienzo y así haberme ahorrado toda esa tensión nerviosa, angustiosa, ese crispar de los puños que me producía ese odioso repiquetear y ese sudor frío que me invadía, que llenaba todo el cuarto, y no habría tenido que fingir la voz haciéndome el enfermo, el que estaba comprometido con otra gente. Pero yo tenía ese teléfono sobre la pequeña mesa con patas de león, sobre un mantelito blanco, liso, sin ningún adorno ni encaje. Lo mantenía ahí pensando que alguna vez se me pasaría ese estado de ánimo, ese sol negro y que entonces iba a desear oír palabras y comenzaría a marcar números, cualquier número, a hablar con la primera persona que me saliera más allá del hilo negro y aunque me dijera:
 
—Número equivocado—, no me importaría, porque tendría lista una respuesta.
 
—No estoy equivocado, disculpe señor, amable señora, no estoy equivocado, mire, verá, yo he estado encerrado tanto tiempo sin ver a nadie, sin conversar con nadie, usted verá, yo creía que el mundo llegaba a su fin, de alguna manera, la muerte por agua o por el fuego, hay mil maneras de que el mundo llegue a su fin, lo hagamos explotar. Usted no se imagina las mil maneras de cómo podemos hacerlo explotar.
 
Y la voz:
 
—Pero sí, ya lo hemos hecho explotar.
 
Entonces yo volvería a marcar otro número, comenzaría de nuevo mi historia.
 
—No, no cuelgue, escuche por favor. Yo me encerré cierta noche en mi cuarto, pensé que todas las cosas llegaban a su fin y que lo mejor era esperar su venida en mi cuarto, pensé que ya no se vería más el sol, la luna, las estrellas, pensé que todo los envenenaba: el aire, el agua. Pero ahora quiero salir.
 
—Está loco, querer salir cuando todos queremos entrar. Porque hemos sido sorprendidos cuando queríamos arreglar nuestros asuntos, estábamos arriba del tejado y bajamos a la casa, estábamos en el campo y quisimos regresar a tomar el manto. No salga del cuarto. Pero yo volvería a marcar, darle vueltas a las rueditas del teléfono, viendo cómo pasarían los números, con mi dedo haciendo contacto con ellos.
 
—Número equivocado.
 
—No, no, espere, acabo de salir de una larga noche, comienzo a ver el cielo, a sentir la vida entrando en mi sangre.
 
—¿Qué vida, qué sangre? Sólo hay el fuego de la muerte, quédese donde está, no salga a la calle, todo es una inmensa destrucción.
 
Pero corrió el tiempo y no he tenido necesidad de usar el teléfono, ni de marcar ningún número y la mesita sigue ahí, con sus patas de león, un león ya envejecido, como yo, y ahí está el hilo, arrancado, porque no hay nada que esperar.
 
Ahora sólo escucho el viento, el mar, la lluvia, la noche.
 
Septiembre de 1974